La imagen de un grupo neonazi marchando por las calles de Chueca al grito de “fuera maricas de nuestros barrios” es estremecedora. Pero tanto la invasión nazi como la erupción volcánica son episodios puntuales, y remarcarlo no resta importancia a ninguno de ellos. La incapacidad de políticos y analistas para comprender que puntual es lo contrario de habitual (no lo contrario de serio) entorpece la conversación pública.

En España existen la violencia de género, las agresiones homófobas, el racismo y la extrema derecha. Son patologías sociales graves, aunque su mera existencia no las convierte en problema social, y las estadísticas descartan que lo sean. Sin embargo, tenemos colectivos convencidos de que España es un país cada vez más inseguro, donde la intolerancia se exhibe con violencia y sin pudor.

No se me escapa que hay intereses políticos en la exageración de la amenaza del fascismo y la ubicación de su capilla en Madrid, pero hay ciudadanos que creen genuinamente en el aumento de la inseguridad.

En La democracia en América, Tocqueville dice que las pasiones democráticas arden con más fuerza cuando menos combustible tienen. Esta es su famosa paradoja: la indignación se agudiza en los buenos momentos, cuando hay mucho terreno conquistado; nada destaca en la uniformidad del mal. Por eso considera que la revolución es más probable en los lugares con un historial de conquistas sociales que en aquellos que siguen en los páramos del antiguo régimen.

Que la frustración aumente con la mejora de condiciones de vida es, ya digo, una paradoja fascinante. Deberían ser los políticos quienes, en un ejercicio de responsabilidad, insistieran en reenfocar la imagen distorsionada de la realidad que va cuajando en las mentes de muchos ciudadanos. Prefieren no hacerlo, convencidos de que podrán rentabilizar electoralmente ese retrato sombrío. 

Steven Pinker ha señalado que la tendencia de los progresistas a negar el progreso se extiende en Occidente y culpa a los medios de comunicación. Insisten en dar amplia cobertura a ciertos delitos, llevando a los ciudadanos a sobreestimar su incidencia. Aquí damos con una nueva paradoja: cuando un problema social se convierte en una prioridad política, está más cerca de solucionarse; sin embargo, al convertirse también en una prioridad mediática, el miedo se colectiviza.

La realidad es que el mal es puntual, y que relacionar Madrid con fascismo o inmigración con crimen no sólo es moralmente reprobable, es socialmente suicida.