Para saber lo que significa una quema de libros, no hay nada mejor que bucear en la cabeza de quien las promueve. Recuerdo la primera vez que me topé con la psicología del mechero, hoy llamada “cultura de la cancelación”. Fue a través de un texto de César González Ruano, que aplaudió el incendió de las “páginas pornográficas” en el Berlín de los años treinta.

Ahí estaba todo: el fanatismo del estudiante Gutjahr –inquisidor encargado de seleccionar los burnt-sellers– y el aplauso del converso Ruano. “Un auto de fe con el producto de la inteligencia”. Ese es el título que define la estampa fantasmagórica de mayo de 1933… y la reciente hoguera de los canadienses contra Tintín, Astérix y Lucky Luke.

“Yo mismo he tardado en convencerme de esta quema”, confesó Ruano. El estudiante Gutjhar tranquilizó al escritor diciéndole que, por supuesto, se había elaborado un cuidadoso catálogo de lo quemable. Gutjhar, además, reiteró que “varios doctores de las facultades universitarias” habían examinado los solomillos antes de ponerlos a la parrilla. Es ingenuo pensar que las lecturas nos protegen. Si se lee siempre lo mismo… Pero ese es otro tema.

“La nueva Alemania tiene, entre otras misiones, la de quemar y destruir todo aquello que durante tanto tiempo ha estado llenándola de vergüenza”. Cambiemos “Alemania” por “Canadá”. ¿No valdría el eslogan a los hoy apóstoles de Ontario? 

Lo preocupante cien años después no anida en la proliferación de los estudiantes Gutjhar, sino en la alocada reproducción de los conversos como Ruano. Cada vez son más los que permiten a un rasgo de su identidad capitalizar todas las esquinas de su pensamiento: la sexualidad, la lengua, la raza…

En las librerías, los restaurantes, las universidades y las empresas… Todo, ¡absolutamente todo!, comienza a barnizarse sibilinamente con el pegajoso mejunje de la identidad. Un director de cine estrena una película de acción y le preguntamos por la transexualidad; un escritor lanza una novela de ciencia ficción y le interrogamos sobre Franco; un cocinero abre un restaurante y le pedimos opinión sobre el bable.

Cuando eso sucede, la razón acaba diluida en la colectivización. Dicho de manera más prosaica: las opiniones personales dejan de serlo para dar paso al dogma; el pensamiento propio desaparece en detrimento de un catequismo socialmente convenido. ¡No olvidemos que ser nazi, en la Alemania de 1933, era lo políticamente correcto!

Con libros de por medio, todo parece más real, pero no nos engañemos: cancelar la emisión de Lo que el viento se llevó en una plataforma digital es el reflejo contemporáneo de incendiar una colección de Tintín en la Puerta del Sol. 

Si seguimos quemando el siglo XX, se nos olvidará que las mujeres un día no tuvieron derechos, que a los gays se les encarcelaba por serlo y que los negros no podían sentarse en el autobús. Lo peor que se puede hacer con un libro nazi es quemarlo: ahí nace la ignorancia.

Si llenamos de hogueras el siglo XXI, el Tintín que leerán nuestros nietos nos dibujará como lo que fuimos: la historia de los grandes inquisidores repetida como farsa. Y ahí ya no habrá remedio. Nuestras cenizas serán indistinguibles de las de los libros.