El avance de los talibanes sobre Kabul ha desconcertado a las brigadas posmodernas. La semana pasada conmemoraban cinco siglos de resistencia indígena en el aniversario de la caída de Tenochtitlán (1521) y hoy lamentan que el imperio se retire de Afganistán, permitiendo que el país retorne a temibles manos indígenas.

La principal preocupación son las mujeres. No es para menos. Las crónicas relatan que la restricción de sus derechos ya es un hecho. Se les prohíbe trabajar, hacer una llamada telefónica o salir a la calle sin la supervisión de un varón, y son forzadas a vivir ocultas tras la opacidad del burka. No es difícil imaginar que estas violencias formales esconden violencias aún más penetrantes.

Para huir del laberinto conceptual, los más burdos han culpado a José María Aznar, y los más finos han recordado la guerra afgano-soviética (1978-1992), recalcando el apoyo decisivo que Estados Unidos prestó a los insurgentes muyahidines. Sí, Estados Unidos prefirió a Castillo Armas sobre Jacobo Arbenz, a Pinochet sobre Allende, y no tuvo reparo en aupar a fundamentalistas islámicos para erosionar la influencia comunista en la región. No hace falta leer sesudos ensayos, basta ver con quién se alía James Bond en Alta Tensión (1987) o reparar en la dedicatoria de Rambo III (1988): “A los valientes guerreros muyahidines de Afganistán”.

Sin embargo, no debemos confundir el conocimiento de la historia con el populismo historiográfico. Cuando todo problema geoestratégico se resuelve echando la culpa a Estados Unidos, hay que sospechar. Además, corremos el riesgo de descuidar lo urgente. Cuando el ejército nazi invadió Polonia en septiembre de 1939, no era el momento de discutir sobre la humillación de Alemania en el Tratado de Versalles.

Pero en estos tiempos de exhibicionismo moral, no hay acontecimiento que se libre de ser instrumentalizado para impulsar agendas personales. La salud mental de una deportista, la muerte a golpes de un joven homosexual o la toma de Kabul. Aún así, sorprende que quienes anteayer denunciaban la presencia americana en la región hoy se pregunten si vamos a quedarnos mirando mientras los talibanes amenazan las vidas y libertades de millones de inocentes. Quién podría imaginar que cuando gritaban “No a la guerra” querían decir “Sí a la guerra”.

Porque esa es la única pregunta que nos arroja esta triste coyuntura. ¿Estamos dispuestos a defender los derechos humanos con actos de guerra? Y si la respuesta es afirmativa, ¿quién debe combatir? ¿Los americanos? ¿Los europeos? ¿Los españoles? ¿Usted y yo?