No descarto que la ley del sólo sí es sí pase a ser la ley del ¡que sí, c**o! por el hartazgo ante una innecesaria complicación de la burocracia sexual.

No sé ustedes, pero yo veo poco futuro a la intromisión del poder público en el lacónico lenguaje de la intimidad. Porque exceptuando numerarios de Opus Dei y asesores del Ministerio de Igualdad, todo ciudadano sabe que lo habitual en un encuentro sexual (donde no media el dinero) es el consentimiento tácito. A quien ofrezca o exija consentimiento explícito por cada avance sobre la piel propia o ajena le auguro un futuro sexual incierto.

Pero puede que sea la única alternativa porque, aunque el consentimiento ya está en el centro de los delitos contra libertad sexual, según la nueva ley la víctima no tendrá que pasar por el trámite de demostrar que fue forzada.

Hay algo razonable en esto, y por eso hace 30 años el Supremo estableció que la víctima de un delito sexual no necesitaba demostrar una resistencia heroica para considerar probada la ausencia de consentimiento (ver Pablo de Lora, Lo sexual es político).

Pero si se establece que es el acusado quien debe demostrar que existió consentimiento le estaríamos sometiendo a lo que los clásicos llaman la prueba diabólica: forzar al reo a probar lo que no hizo.

A pesar de estas reservas, no soy catastrofista. Dudo que proliferen las falsas denuncias por violación o los procesamientos por piropos ofensivos.

Lo que más temo de la ley es la imagen del mundo que proyecta y lo que presupone de los ciudadanos que aspira a disciplinar. Como todo lo que pergeña la Factoría Podemos, tiene un marcado perfil revisionista. No busca solucionar un problema específico, sino aplacar un presunto fallo estructural. En este caso, uno que afecta al espectro completo (del saludo al delito) de la relación entre hombres y mujeres.

Como demuestra también la inminente creación del Centro de Nuevas Masculinidades, se extiende la nociva premisa de que la masculinidad es tóxica, y de que esa toxicidad impregna toda interacción entre un varón y una mujer. En cierto modo, la Ley del sólo sí es sí ya es un programa de reeducación para el varón. Pero es llamativo que desde el mismo ecosistema político que ha alumbrado la Ley Trans, que prohíbe expresamente las terapias de conversión, surjan iniciativas para reconvertir a los hombres en no se sabe muy bien qué.

En el ambiente flota aquella sentencia de Beatriz Gimeno, directora del Instituto de la Mujer, según la cual la heterosexualidad es un régimen regulador “que pretende subordinar las mujeres a los hombres”. De acuerdo con esta teoría, groserías y delitos forman parte de un mismo engranaje sistémico que somete a la mujer. Son sólo distintos grados de toxicidad masculina.

Cuando discurro sobre estas cuestiones siempre me viene a la mente la misma pregunta. ¿Con qué hombres han tratado los desdichados y desdichadas que piensan así?