Yo debía de tener 18 años y aquella era mi primera entrevista. Al otro lado de la grabadora había un reputado catedrático de Historia, un hombre adusto y grave en el que sorprendía la serena exposición que desplegaba al abordar los acontecimientos políticos del día, en contraste con una vehemencia que lo dominaba al volver sobre, qué sé yo, el Motín del té o la Revolución francesa.

Habló de ETA y habló, claro, con calma. Porque ETA era presente y aún mataba. Habló y lo hizo en unos términos que yo no habría anticipado en alguien a quien tenía por un liberal conservador.

El catedrático vino a decir que, para acabar con el terrorismo, quizá tendríamos que contemplar escenas lacerantes, como que un pistolero con delitos de sangre terminara sus días en Cancún con una pensión del Estado.

No recuerdo las palabras exactas que empleó, aunque sí que dijo "lacerante" y también que "la profesión de terrorista es muy difícil de reconvertir". Visto ahora, con la perspectiva del tiempo, no parece que Arnaldo Otegi haya tenido grandes problemas para reciclarse, pero ese es otro tema.

Lo importante del razonamiento, aquello en lo que el catedrático quería hacer énfasis, era el carácter individual de cualquier concesión que se hiciera para alcanzar el fin de ETA.

Debíamos estar dispuestos a tragar sapos en forma de beneficios personales para acabar con la violencia y salvar vidas, pero jamás podría haber una contrapartida colectiva o política. Podría haber daiquiris en el Caribe, una hamaca bajo un cocotero y arena blanca, pero ningún cambio en el estatus territorial del País Vasco y Navarra, de las instituciones del Estado allí o de la consideración de la banda en el relato público.

Que los condenados por terrorismo vieran negociada su causa de forma colectiva y obtuvieran ganancias políticas sería tanto como reconocerles lo que de ningún modo eran: presos políticos. Ahí estaba la línea roja. Aquel día entendí que, a veces, los Estados escriben derecho con renglones torcidos.

Es difícil establecer cuándo se cruzaron las líneas rojas con respecto a los independentistas catalanes que en 2017 perpetraron un golpe contra la Constitución con una serie de acciones que motivaron la condena del Tribunal Supremo.

Pedro Sánchez alcanzó la presidencia del Gobierno apoyándose en ellos y, desde entonces, la estabilidad política ha descansado sobre los mismos cuyo interés declarado es la fractura del Estado. Se trata de una anomalía que ha dejado escenas tan grotescas como la negociación de los presupuestos generales en una cárcel.

El relato de una democracia plena puesta en jaque por unas élites supremacistas, que con tanto esfuerzo se trasladó y defendió en el ámbito europeo e internacional en 2017, se vino abajo tan pronto como Pedro Sánchez convirtió en socios a los promotores del procés. De elevarlos a categoría de aliados de legislatura a convalidar y legitimar sus actos iba sólo un paso. Y ese paso es el indulto.

No quisiera abundar aquí en los problemas que plantea su aplicación, que a estas alturas muchos ya han abordado. Tampoco se trata de plantear una oposición cerril al indulto, sino de observar su buen uso.

Hay una realidad que hace indesligable el análisis de la cuestión de los intereses inmediatos del presidente, y es la que apuntó el propio Tribunal Supremo: "Algunos de los que aspiran al beneficio del derecho de gracia son precisamente líderes políticos de los partidos que, hoy por hoy, garantizan la estabilidad del Gobierno".

Pero incluso obviando esta colusión, resulta difícil comprar argumentos más cándidos que pretieren la pulcritud jurídica en aras de un pragmatismo bienintencionado. Quizá el más popular sea el de desarmar un "victimismo nacionalista" que hasta la fecha se ha mostrado inasequible a cuantas concesiones se le han hecho. Y qué decir del recurso a la "concordia" en amparo de unos indultos fabricados con una minoría parlamentaria exigua, y para los que no se ha buscado el apoyo de la oposición ni la compresión de la opinión pública. Si a veces el Estado escribe derecho con renglones torcidos, este no es el caso.

De todos modos, lo que me preocupa aquí, y la razón por la que les contaba aquella entrevista de juventud con el catedrático, es que la petición de indultos se ha formulado de forma colectiva y no individual, como exige la norma. No es inocente ni un detalle menor.

El tratamiento conjunto implica el examen de la petición como causa política, de modo que las eventuales excarcelaciones sólo tienen la lectura de una victoria política. Si se consuman los indultos, el nacionalismo no quedará despojado de razones para un victimismo inconmovible y siempre injustificado. Al contrario, al fin podrá decir que España les ha dado la razón: son presos políticos.