Dice la ministra de Igualdad, Irene Montero, que lo que no se nombra no existe, y que por eso tenemos que decir todes y elles y niñes. Quizá tenga razón, pero a mí se me ocurren algunas desigualdades que en este país apenas se nombran y, sin embargo, existen. Expondré en este texto algunas, con la esperanza de que Montero tenga a bien incorporarlas a la agenda de prioridades de su Ministerio.

Por ejemplo, se acaban de conocer los resultados del estudio Vivir menos y con peor salud: el peaje de la población menos instruida de España. Un trabajo de los profesores Amand Blanes y Sergi Trias-Llimós, del Centro de Estudios Demográficos (CED) de la Universidad Autónoma de Barcelona. Sus conclusiones deberían abrir los telediarios y ocupar las portadas de todo el país: la brecha de formación entre españoles determina diferencias en su esperanza de vida de hasta cinco años.

A los 30 años, la esperanza de vida de un hombre con estudios superiores es cinco años mayor que la de uno con formación primaria: 83,5 años frente a 78,4. Para las mujeres, aquellas con título universitario tienen una esperanza de vida de 88 años, frente a los 84,9 de aquellas que solo cuentan con la enseñanza básica.

Quienes cuentan con una instrucción menor no solo viven menos, también tienen una calidad de vida peor, y desarrollan en mayor medida conductas y estilos de vida que están relacionados con el desarrollo de enfermedades evitables, como el tabaquismo, el alcoholismo, las patologías cardiovasculares o la obesidad, así como con una mayor mortalidad debido a accidentes que se pueden prevenir, como los de tráfico.

Por contra, los autores del estudio afirman que las personas con más años de formación hacen un seguimiento mayor de las recomendaciones de salud, están más dispuestos a someterse a pruebas diagnósticas, entienden mejor las indicaciones del médico y cumplen mejor los tratamientos.

Sabemos que la renta es un indicador que permite predecir la salud. Según el INE, en las ciudades con las rentas más altas de España la esperanza de vida es casi cinco años mayor que en las ciudades de menor renta. Sin embargo, parece que en esto de salud la educación es incluso más importante que la renta: “Un mileurista con dos másteres va a tener un comportamiento hacia la salud individual y colectiva mejor que un narco riquísimo. La educación amortigua la diferencia de dinero” sostienen los autores del estudio de la UAB.

En cualquier caso, la formación y la renta están estrechamente relacionadas: los salarios de los trabajadores tienden a aumentar conforme suman años de formación. En España, la renta de los titulados universitarios es aproximadamente un 50% superior a la de quienes tienen un nivel educativo bajo, según el INE.

Los universitarios también tienen más opciones de encontrar empleo. Lo explicaba el otro día Luis Garicano en un vídeo encomiable, dirigido a orientar a los estudiantes en su elección de carrera. Garicano mostraba en un gráfico, con datos de la EPA y el INE, que el 64% de los jóvenes universitarios con un título de grado, posgrado o Formación Profesional superior tienen empleo, frente al 32% de quienes tienen el bachillerato o la FP media y el 27% de quienes tienen la educación secundaria o menos.

Que el bienestar económico e incluso la salud de los ciudadanos queden determinados en buena medida a una edad tan temprana, cuando todavía no han tenido ocasión de hacer elecciones adultas, debería rebelarnos como sociedad. Y las diferencias aparecen incluso antes, en la primera infancia.

Los hijos de las familias humildes tienen una probabilidad siete veces mayor de abandonar prematuramente los estudios, así como de fracasar en el colegio. A ello ha contribuido históricamente una visión obtusa de la educación que reduce el papel de la escuela a mero árbitro en la promoción de curso, a menudo desde una aproximación simplista basada en los principios de premio y castigo, en lugar de la adquisición de competencias.

No hemos acompañado ni ofrecido programas de refuerzo a los alumnos desaventajados, a los que tienen dificultades de aprendizaje, a aquellos que crecen en entornos desfavorecidos y cuyas familias no pueden ayudar con los deberes o pagar clases extraescolares.

Estas diferencias entre niños se trasladarán, acrecentadas, a la vida adulta, donde harán frente a un desempleo mayor, una precariedad más frecuente e, incluso, una salud peor y una esperanza de vida más corta. Peor aún: las diferencias se heredan. Solo uno de cada tres niños de familias con estudios básicos consigue un título universitario, mientras que tres de cada cuatro hijos de padres con estudios superiores igualarán o superarán ese nivel de instrucción.

Si hay que decirlo con la e para que el Gobierno escuche, se lo diremos con la e: piensen en les niñes. Pongamos la igualdad en el centro de nuestra agenda de país. Nos va mucho en ello. Hasta la vida.