Siendo yo adolescente, mi padre colgó una pancarta en la ventana de nuestra casa: “Sí a los derechos civiles” decía en letras gruesas trazadas con rotulador. Eran los días en que se debatía la ley de matrimonio igualitario en nuestro país, que se convertiría en el tercero del mundo en celebrar uniones entre homosexuales.

En 2004, dos de cada tres españoles ya eran partidarios de esta equiparación de derechos, según el CIS. Hoy, la española es una de las sociedades más inclusivas desde el punto de vista de la diversidad sexual, a pesar de que todavía tengamos que lamentar episodios atroces, como el reciente asesinato del joven Samuel, y otras violencias de baja intensidad con las que los miembros del colectivo LGTBI han de convivir aún en sus casas, en sus colegios, en su entorno laboral, en la calle. Hemos conseguido mucho, pero no todo.

Algunos temieron que la aprobación del matrimonio gay, una medida que permitió la ampliación de libertades civiles para alrededor del 7% de la población, pudiera poner en riesgo las uniones tradicionales y la institución familiar. Dieciséis años después, no parece que haya sido así.

Ahora se ha abierto un nuevo debate en torno a la tramitación de la Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos LGTBI, popularmente conocida como Ley Trans. El caso presenta no pocas diferencias con respecto al matrimonio igualitario, que técnicamente era más sencillo de resolver e implementar.

La relación conflictiva entre sexo y género, que divide incluso al colectivo feminista y a la izquierda, o la autorización, sin el visto bueno de los padres, del cambio de género en menores, han generado una polémica comprensible. Además, la habitual falta de pericia jurídica en las iniciativas que parten del ala del Gobierno que ocupa Podemos, la querencia por el estrambote gramatical y la ausencia de consenso, incluso en el seno del Ejecutivo de coalición, están empañando la tramitación de una ley importante.

En España tenemos la oportunidad de despatologizar a las personas trans, a las que la legislación actual trata como enfermos. Y no sólo porque las encuestas señalen que hay consenso para ello. Si entendemos la política como una praxis que debe permitir que la vida de las personas sea un poco más fácil, esta es una medida necesaria, sobre todo porque las personas trans tienen una situación de partida en la vida muy difícil. En España, el desempleo para el colectivo alcanza el 70% y su exclusión social les empuja a la prostitución y los trabajos situados en los márgenes de la sociedad. Según la Fundación Americana para la Prevención del Suicidio, el 46% de los hombres trans y el 42% de las mujeres trans estadounidenses han intentado suicidarse. 

Despatologizar la transexualidad es un paso indispensable en el camino a la integración social de estas personas, y existe un respaldo social a la medida. Sin embargo, no parece que la transexualidad pueda despatologizarse sin aprobar la libre determinación de la identidad de género, y aquí es donde aparece la controversia, que ha generado un conflicto entre el PSOE y Podemos.

Algunas de las críticas que se han formulado a la Ley Trans en este sentido tienen enjundia jurídica y deben ser tenidas en cuenta para que la tramitación de la norma no acabe en un sinsentido legal.

Pero, en general, en el debate predominan la reducción al absurdo, la búsqueda de la paradoja y la evidencia anecdótica. Las críticas no se dirigen tanto a aspectos concretos de la redacción, que bien merecerían discusión, cuanto a la totalidad del proyecto, por principios. Y no resultan convincentes los argumentos de quienes ven amenazado todo el orden social por la ampliación de derechos a un colectivo que representa entre el 0,3% y el 0,5% de la población, según la OMS.

Tampoco parece que toda la arquitectura legal del Estado vaya a venirse abajo por las situaciones de fraude que pueda alentar la norma. Los fraudes se producirán, como se producen en otros entornos, desde la evasión fiscal al plagio universitario, y habrán de perseguirse de igual modo.

La cuestión es si cabe esperar que el fraude trans adquiera un volumen muy superior al que observamos en otros ámbitos de la vida. ¿Nos dedicaremos los españoles a cambiar masivamente de sexo en una triquiñuela legal para obtener ciertos beneficios? La experiencia no parece anunciar un abuso frívolo del nuevo derecho, del mismo modo que la aprobación del aborto no lo convirtió en un método extendido de contracepción.

Por otro lado, no queda claro por qué la existencia del fraude debiera coartar al legislador. ¿Acaso alguien plantea la derogación del matrimonio porque haya quien se case de forma fraudulenta por mera conveniencia?

Lo que sí lamento es que la tramitación de la ley se haya impulsado sin vocación de acuerdo, anteponiendo el rédito unilateral al consenso entre partidos que habría dotado de mayor vigor a la norma y habría mejorado su recepción social.

E incluso, suponiendo la buena intención de quien la promueve, esta no puede ser una disculpa para el pobre rigor jurídico o pericia técnica, para la falta de protección de los menores o para la ingeniería del lenguaje disparatada que se pretende. Adre del amor hermoso. 

En cualquier caso, una sociedad que se sienta vulnerable ante el avance en derechos de un colectivo tan pequeño es, déjenme decirlo, una birria de sociedad. No encuentro justificación para que las mayorías se comporten, con respecto al debate trans, como las minorías amenazadas. No sé si esta es la ley que merece el colectivo trans, pero creo que el colectivo trans merece una ley. Entiendo, claro, los equívocos y las situaciones insólitas que el trato con la transexualidad pueda propiciar.

Por si fuera de utilidad, si surgen dudas sobre cómo hemos de dirigirnos a alguien, yo tengo un truco que nunca falla: con respeto. La pancarta de papá, en fin, me sigue pareciendo válida casi veinte años después. Sí a los derechos civiles.