Ya he contado alguna vez que siempre llego tarde a todas las fiestas y a todas las modas. Pero también es cierto que, como Robert Capa (seguro que no le cito literal, sean indulgentes), siempre estoy lista para otra copa y para otra guerra.

Nunca me parece mal momento para ninguna de las dos cosas. Por eso yo hoy, una semana después, también voy a hablar de lo de Rociito.

En realidad no voy a hablar de loderociito propiamente, que se podría resumir en una línea: mi opinión es que la opinión de cada uno es irrelevante, no más que un acto íntimo de fe, si lo único que se aporta como prueba es el testimonio de una sola de las partes.

Pero sí voy a hablar de un fenómeno que vengo observando desde hace un tiempo y que con este nuevo espectáculo televisivo ha sido aún más evidente. El buenismo periodístico.

El nombre se lo he puesto yo, sí, con toda mi inoperancia para titular. Lo explico.

Por alguna razón que se escapa a mi entendimiento y que ni siquiera aspiro a comprender, hemos caído algunos periodistas, en especial algunos de los que nos dedicamos a esto de opinar, en la trampa de intentar colocarnos en el lado bueno de la historia para pronunciarnos, de tratar de presentarnos como moralmente irreprochables, de poner la tirita antes de hacernos el rasguñito.

Como si nuestra opinión, esa de cuya formulación hemos hecho nuestro oficio, necesitara ser legitimada por una incuestionable cualidad de virtud y no por un conocimiento de los hechos y un interés por ellos, por la voluntad firme de acercarnos lo máximo posible a eso que llamamos la verdad, libres de prejuicios e ideas preconcebidas, y contarla con honestidad.

Los ejemplos de que esto ocurre son muchos y les invito a hacer la prueba.

¿Cuántas columnas han leído esta semana en las que se da la opinión sobre loderociito defendiendo la presunción de inocencia, por ejemplo, pero dejando claro en algún momento que se cree su testimonio, que se sintió su sufrimiento, que se empatizó con ella fuertecito?

¿Cuántas han leído en el último año en las que alguien para criticar algo a este gobierno utiliza la fórmula previa siendo de izquierdas como soy o yo que soy de izquierdas?

¿Cuántas en los últimos tiempos señalando que el yo te creo, hermana o el sólo sí es sí es un atropello, pero enfatizando que se está muy sensibilizado con el tema de la violencia de género?

Yo creo, lanzo ahí una teoría que estoy elaborando, que tiene que ver con esto de que el más mínimo matiz presentado ante cualquier cuestión excesivamente ideologizada corre el riesgo de ser señalada como una enmienda a la totalidad.

No creer a una mujer que dice haber sufrido un abuso es automáticamente estar a favor de que todos los hombres del mundo golpeen sin piedad a todas y cada una de las mujeres vivas, no es tener dudas sobre el testimonio ofrecido por esa mujer en concreto.

Estar a favor de las garantías procesales es ser abanderado de la impunidad en las violaciones grupales. Criticar a un intolerante a la lactosa es aplaudir con entusiasmo todas las muertes por choque anafiláctico de la historia. Es, en definitiva, ser mala persona.

Y creo, avanzo en mi teoría, que en lugar de no comprar eso, es más fácil tratar de evitar el ser señalado, la etiqueta pegajosa que no sale ni con agua caliente una vez ha sido puesta.

Pero creo también que es nuestra responsabilidad no caer. Porque al hacerlo, al excusarnos por defecto, casi reconocemos que tienen razón en su planteamiento, en su pretensión de que eso es así y no admite duda.

Me decía una vez Miguel Ángel Quintana Paz, el hombre con la taza más chula del mundo, que la clave está en un intento de sustituir la verdad por la bondad, de que estamos en el campo de juego de un capitalismo moralista. Así, cualquier discrepancia es directamente una maldad.

Entrar en ese juego, justificarnos siempre y antes de nada, es legitimar el argumento de que alejarte de esas ideas es alejarte del bien. De que el que disiente es perverso. El mismo mal. Es aceptar sus reglas.

Hablaba precisamente de eso el otro día con Santiago González, periodista y escritor brillante capaz de hacerte perder el sentido del tiempo y que toda charla con él, por larga que sea, te parezca demasiado breve, y me decía con toda la gracia que ser excelente persona era cualidad importante del periodista para su madre o para su pareja, pero no para el público, a quien deberían importarle mucho más otras.

Y tiene toda la razón. Como siempre. Teniendo en cuenta que no me voy a ir de cañas con todo el que lee esta columna, quizás debería importarme más lo que cuento y cómo lo argumento, la honestidad de mi exposición y el compromiso con la realidad, que si le voy a caer bien o mal a un señor de Murcia o a la ministra de Igualdad, si les pareceré una excelente persona o una cretina integral.

Ni ellos son el bien hecho carne, ni el resto la personificación del mal.