A veces se toma demasiado en serio eso de que una imagen vale más que mil palabras. Un ejemplo notorio lo tenemos en la ceremonia de apisonamiento celebrada el jueves en Valdemoro, con asistencia del presidente del Gobierno actual y ninguno de los cuatro supervivientes que tuvieron que convivir con la acción de la organización terrorista cuyas armas se inutilizaban.

Como recurso para la apertura de telediarios, sí funcionó, pero ya se sabe que el listón para eso está demasiado bajo. En los tiempos que vivimos al telediario pueden llegar (y llegan) naderías como el secuestro de los perritos de Lady Gaga. Si de lo que se trataba era de aportar a eso que se llama “el relato”, y de hacerlo desde la vocación de dejar constancia del costoso triunfo de la España democrática y constitucional sobre el irredentismo homicida que extorsionó durante medio siglo a los españoles, con especial influencia sobre los vascos, resulta más dudoso.

La imagen era tosca y poco airosa, pero tampoco ayudó mucho el pie de foto que se le puso, con un discurso que entre otras cosas aludía a la entrega de las armas por los terroristas. Fue esta una gruesa y lacerante inexactitud: las armas que se apisonaban no fueron rendidas ni cedidas de grado por los que las usaban, sino incautadas por los servidores del Estado.

Es ese el detalle sustancial de la historia, y el que, por una razón que a muchos se nos escapa, se trata una y otra vez de desdibujar y difuminar: el terrorismo de ETA no acabó porque la organización reconsiderara su estrategia carnicera, ni porque la sociedad vasca la empujara a la reflexión pacifista, sino porque el Estado de derecho que se dieron los españoles la redujo a la inoperatividad gracias al esfuerzo ímprobo de sus servidores.

Este mensaje, que es el que la sociedad española tiene el derecho de darse (y el deber de darles a las generaciones que no conocieron aquello) no se transmite con una apisonadora machacando hierros, por efectista que parezca la imagen. Para empezar, requiere un contexto y unos detalles y, si se prefiere optar por la vía audiovisual, dada la alergia a la lectura que con tanta eficacia se ha inculcado a buena parte de la población, es más inteligente transmitirlos a través de la imagen seriada.

Quienes sí están demostrando ser duchos en el verdadero arte de apisonar son los que antes y después de que las armas de ETA callaran (perdón: fueran acalladas) han mantenido el empeño por promover un relato donde los servidores del Estado que actúan respaldados por su legitimidad democrática son los villanos y los que asesinaban a traición, sin hacerle ascos a la ejecución dolosa de niños, románticos idealistas o en el peor de los casos chicos atolondrados que perpetraron aquello porque se ofuscaron y el corazón no les cabía en el pecho. El mensaje no sólo se transmite desde sus órganos de propaganda partidista, se abona a diario con dinero público y con la narración audiovisual mainstream que sobre el terrorismo de ETA se nos ofrece.

El último caso de la campaña de satanización de quienes nos defienden y defendieron y de exaltación de los que defienden y defendieron a quienes nos extorsionaban es la serie Altsasu, que ha sido financiada con los impuestos de vascos y catalanes. El espectador atento encontrará sin esfuerzo en su memoria otros casos, menos burdos, pero no menos intencionales, donde está bastante claro a quién interesa en todo caso desprestigiar. Y esa apisonadora invisible sí que funciona. Pregúntese a los que están expuestos a ella, cómo ven a unos y cómo a los otros.

Entre tanto, la otra parte del “relato”, la que tiene que ver con cómo esas armas acabaron bajo la apisonadora, continúa sin rodarse y a nadie parece interesarle. Y menos que a nadie, a los que representan (o deberían) a todos los españoles.