No queremos sermones, no. Ni de autoayuda, ni inspiradores, ni pretendidamente churchilianos, ni mucho menos paternalistas.

De un presidente de Gobierno, de Pedro Sánchez, esperamos que haga su trabajo, que se deje controlar por la oposición, que dé cuenta de sus actos y, sobre todo, que nos los explique. Preferiblemente con una sola versión. La verdadera.

Comparecencia extraordinaria a petición de Su Persona ante el Congreso. Un mensaje de Navidad adelantado en el que nos anuncia que pronto estaremos todos vacunados, que su gestión intermitente de la pandemia –ora suya, ora de la comunidades autónomas– ha sido magnífica y, lo mejor, que los datos económicos son tan buenos que hablar de recuperación es absolutamente innecesario.

Y dando por hecho que nos creemos todo lo anterior, enfría nuestras expectativas, advirtiéndonos en tono admonitorio que aumentará las limitaciones en Navidad "si es preciso". Porque no todo van a ser buenas noticias, no sea que nos acostumbremos o que relajemos ese estado de tensión continua en el que vivimos.   

Pero lo cierto es que en el peor momento, en la Navidad más oscura desde hace décadas, el Gobierno nos da tanto miedo como la pandemia. Y no sabemos si le tememos más por su acción o por su omisión.

Cabalga el Gobierno desatado a horcajadas sobre sus socios, desmontando juntos los pilares de la democracia desde dentro, uno a uno, con la prisa del que actúa mal y no puede creerse que se le haya dado una ocasión tan buena –así, sin preverlo– para hacer lo que siempre ha querido.   

La Judicatura, la Jefatura del Estado, la organización territorial, la educación, la libertad de prensa, la de pensamiento, la económica. Cuando acabe esta legislatura no quedará ni un solo cimiento que no haya sufrido uno o varios intentos de demolición o que no haya sido demolido.

Podría decir que el éxito o el fracaso de esa operación tan bien coordinada dependen de nosotros, pero no es cierto. Ciudadanos, que no súbditos. Esa ha sido siempre la idea, pero la crítica conjunción de una población con sus movimientos restringidos y un Parlamento voluntariamente secuestrado –eso y no otra cosa es el decreto de estado de alarma que se votó alegremente en octubre pasado–, no deja mucho margen de maniobra. Y el Gobierno lo sabe, y sobre todo lo saben sus socios, compañeros, amigos, indistinguibles unos de otros, en sus propósitos y en su moral abyecta.

Pero eso sí, al BOE no se le da tregua, bien sea para publicar ayudas, nombramientos y prebendas o reales decretos y decretos ley motivados por una urgencia que el propio Gobierno va creando sobre la marcha.

Pero también leyes orgánicas, inopinadamente urgentes, sin más consenso que la aquiescencia de toda la banda y la seguridad de que el uno por el otro, siempre saldrán los números.

Hoy se ve en ponencia en el Senado la Ley Celáa. En menos de una semana se llevará a su votación definitiva. Les aseguro que nunca una ley se tramitó con tantas prisas y con tal ninguneo de los interesados.

También se ve hoy la ley de eutanasia en el Congreso de los Diputados. Este es su orden de prioridades. Una muestra más de esa siniestra obsesión por la muerte de esta izquierda que, teniendo en sus manos mejorar la calidad de vida del que va a perderla –¿habrán oído hablar de los cuidados paliativos?–, prefiere dar, como única opción, el suicidio.

De la actual situación, toda una metáfora.