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Ha vuelto el tema.

Déjenme que les cuente algo con poco glamur.

Ana Obregón.

Ana Obregón. EFE

En verano de 2014, la prensa internacional se hizo eco de la historia de la joven tailandesa Pattaramon Chambua.

Una pareja australiana la contrató como vientre de alquiler. Se quedó embarazada de gemelos y en una revisión se supo que uno de ellos tenía síndrome de Down.

La pareja le exigió que abortase a ese bebé, pero ella se negó. Tras el parto, los australianos se llevaron al niño "sano" y ella se quedó con el bebé "defectuoso".

La suerte de Gammy (así se llama ese niño) fue que su madre viviese en Tailandia y no en California, Canadá o la Ucrania prebélica. De haber sido así, Chambua se hubiera visto obligada a abortar contra su voluntad porque en ese caso, en el contrato se hubiese especificado claramente que no podía tomar ninguna decisión respecto a los fetos que gestase o sobre cualquier otro aspecto de su vida que, según el criterio de los compradores, tuviese que ver con el embarazo.

Es cierto que el precio de un vientre de alquiler en California o Canadá puede llegar a los 150.000 euros, lejos de los 11.000 que se pagaron en Tailandia en este caso y de los 30.000 que pueden abonarse en la India y otros países del sudeste asiático.

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Por supuesto, tanto en la versión premium como en la low cost, lo que perciben las mujeres está muy, muy lejos de cualquiera de esas cantidades (un 0'5% en el mejor de los casos). 

Conocí a Pattaramon Chambua y a su marido en 2016. Ni por asomo se habían arrepentido de su decisión, y parecían felices con Gammy.

Me dirán que hago trampas utilizando este ejemplo, llamémosle negativo, para posicionarme respecto a los vientres de alquiler. Pero lo mismo podría decir de quienes ilustran su opinión o la línea editorial de su periódico o revista con los rostros de felicidad de quienes han logrado cumplir su deseo de una paternidad o maternidad que la naturaleza les negaba.

Y no, no es una situación excepcional. Porque nada lo es en un negocio que mueve más de 6.000 millones de dólares al año en todo el mundo y en el que la clave está en la vulnerabilidad de mujeres con pocos o ningún recurso económico.

Un negocio muy lucrativo que consiste en que quien tiene dinero paga por ser padre, y quien no lo tiene recibe una compensación por ser madre de un hijo al que deberá renunciar.

Advertencia previa. Me da igual si es Ana Obregón quien ha recurrido a esa práctica o si han sido Javier Cámara, Miguel Bosé, Elton John, Ricky Martin o la baronesa Thyssen.

Tampoco me importa que sea la izquierda quien se oponga a ella por mucho que yo no coincida en casi nada con esa opción política. Pero es que no soy sectaria.

Eso sí, no puedo resistirme a denunciar la obvia contradicción de sostener la incontestabilidad del derecho de la mujer a su propio cuerpo en el caso del aborto, y no en el de la posibilidad de alquilar su útero.

De que hablen de "ser humano" cuando se refieren a su compraventa, pero no cuando lo hacen de su asesinato.

Si para la izquierda cualquier deseo (por minoritario que sea) puede convertirse en derecho, y es lícito forzar a la naturaleza para que ese deseo se cumpla por absurdo que sea y por mucho que sus consecuencias sean un despropósito (sí, me refiero a la Ley Trans), me sorprende que se oponga al de quienes, no pudiendo, quieren ser padres.

Pero como diría Pablo Iglesias, en el caso de la izquierda "hay que cabalgar contradicciones".

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En cualquier caso (como ocurre, por cierto, con el aborto), al hablar de vientres de alquiler se recurre a eufemismos ("maternidad subrogada", "gestación por sustitución") para esconder lo feo, para tapar la realidad. En este caso, la deshumanización de dar por bueno el comercio del cuerpo de la mujer y la compraventa de seres humanos para todo aquel que quiera y esté dispuesto a pagar el precio.

A cambio, este puede exigir (como de hecho ocurre en los países en los que está permitido, y como es lógico en toda transacción comercial), unos estándares de calidad del producto adquirido, empezando por la selección de la madre y finalizando con el niño objeto de la transacción.

Sin embargo, no creo que se pueda reducir la esencia de una mujer a su útero, y convertirlo en un espacio sujeto a compraventa. Tampoco pretender que una mujer se disocie de la experiencia de la maternidad (créanme, es imposible) sólo porque se trata de una transacción comercial.

No creo que el vínculo que se establece entre madre e hijo durante el embarazo se pueda obviar si se trata de un negocio, más o menos consentido. Y creo que es ridículo pretender que no tenga consecuencias en la mujer y en el niño, como si por el hecho de haberse fijado un precio, la maternidad se convirtiese en algo inocuo para ambos.

De hecho, no se trata de una práctica exenta de riesgo, porque la gestación y el parto nunca lo son. Tampoco desde el punto de vista psicológico. Ni para una madre que durante nueve meses lleva en su seno a un hijo al que ha renunciado de antemano, ni, posiblemente, para el niño.

Me dirán que defiendo la adopción cuando se produce un embarazo no deseado y que lo anterior podría aplicarse también a ese hecho. Pero es que en esa situación se trata de salvar una vida a la que, de otro modo, se le va a poner fin. Y ese no es el caso de los vientres de alquiler.

Acabo. Si hay acuerdo entre ambas partes, ¿a quién le importa? Si se regula en España, se evitarán las situaciones de explotación que se dan en otros lugares. Si no lo quieres hacer, no lo hagas, pero no prohíbas a los demás hacerlo. Si la ciencia lo permite, ¿por qué oponerse? Si ya existe, hay que ir con el signo de los tiempos. Eso es lo moderno.

No se engañen. Todas estas consideraciones pueden valer para cualquier práctica, por aberrante que ahora mismo parezca.

Elijan la que más les desagrade. Entonces quizá entiendan por qué no pueden normalizarse los vientres de alquiler.