Ayer fallecieron en Alemania 952 personas, cifra récord en ese país. En Cataluña los contagios se han disparado un 76% en los últimos 15 días. En Madrid se está viendo un claro repunte de casos, mientras los madrileños llenan las zonas especialmente iluminadas por estas fechas. La tercera ola ya está aquí. Por eso, para que enero de 2021 no sea sinónimo de tragedia, suprimamos la Navidad.

El ministro y los consejeros autonómicos han preferido mantener el plan previsto para las fiestas que comienzan en pocos días, a pesar de que la realidad está imponiendo su propia perspectiva, y no es la mejor. El Consejo Interterritorial debería haber cancelado en la práctica las fiestas prohibiendo cenas y reuniones de quienes no son convivientes. De otro modo, por pura irresponsabilidad ante una festividad, viviremos un comienzo del año 2021 con una mortalidad por coronavirus inaudita.

De hecho, estas pueden ser las Navidades más caras que recordemos: unas que mataron a cientos o tal vez miles de personas. Bill Gates, que ya vio hace un lustro que un virus desconocido era el enemigo, y no los ejércitos de países poco alineados con USA, ha advertido: “lo peor de la pandemia está por llegar”.

Gates no se confunde fácilmente, al revés que nuestros expertos sanitarios y nuestros políticos, que lo hacen con frecuencia aunque Sánchez diga otra cosa en el Congreso. Presumir, como hizo ayer, de que España está ahora mejor que otros países supone un desafortunado alarde de insensatez y, además, en breve puede dejar de responder a la realidad.

A pesar de la pandemia y de todas las múltiples maneras de dejar de estarlo, seguimos vivos, así que propongámonos alcanzar el final de la existencia, la que naturalmente nos corresponda en esa hoja de ruta vital que han escrito -o no- los dioses, sin que un virus precipite la situación.

Además, la inminente aprobación de la ley de eutanasia, tan necesaria para abordar de forma pacífica los últimos tiempos, sin duda anima a pensar bien de la longevidad: ya no va a ser, nunca, un despropósito insalvable.

De hecho, los últimos años pueden ser los mejores. “En mis últimos treinta años no ha sucedido gran cosa. Me pasé la vida hasta entonces anhelando amigos cuyo intelecto y discurso me sedujeran; busqué cada semana a la mujer absoluta, la mujer perfecta, y siempre era una distinta. Todo era intenso y apasionante. Pero hace tres décadas me deslicé hacia un valle tranquilo donde nunca pasa nada”. Eso me contó ayer un autor septuagenario que prepara su autobiografía para Kailas Editorial.

El escritor divide su vida en dos segmentos: ese en el que se enfrentaba al descubrimiento, en el que a veces perdía el equilibrio y se derrumbaba; y el otro, una composición de días iguales en los que la placidez aporta menos, mucho menos, de lo que querría, pero que al mismo tiempo no supone una gran dificultad.

Lo ideal, supongo, sería alargar al máximo la etapa primera. El músico Bruce Springsteen, con una edad similar, hace eso: vive al máximo. La sensación de que es mayor solo le invita a “darme prisa en hacer las cosas que quiero hacer”. Entre ellas, discos y giras mundiales.

Y es que a los 70 aún quedan muchas conquistas relevantes que se pueden lograr. Y no tienen por qué ser peores que otras de décadas anteriores. Mick Jagger es un gran ejemplo de ello: con 73 años nació su último y octavo hijo, Deveraux. Y sigue contorneándose por los escenarios de medio mundo con su Jumping Jack Flash.

Por eso hay que llegar, ojalá que tan bien como Jagger, a los últimos años. Por eso hay que cancelar las Navidades de este terrorífico 2020. Si las comunidades, impulsadas por el incremento de contagios, acaban acordando una medida similar, se tratará de un hermoso paréntesis que, además, serviría para recordar de un modo especial a los más de 70.000 ciudadanos a los que ha matado el Covid en España. Un año desastroso que acaba de la única forma que puede hacerlo desde la prudencia: sin las innecesarias y esta vez peligrosas celebraciones navideñas.