Conocí a Ana Milán hace años cuando, tras algunos mensajes intercambiados en Twitter, me propuso quedar para tomar un café. Así, por las buenas. Así, por qué no.

Compartimos, no uno, sino varios, en la cafetería de La Central, al día siguiente a la victoria de Trump. Allí coincidimos con unos señores italianos de lo más simpáticos, uno de los cuales nos contó sobre el cura de su pueblo, que le felicitó cuando le confesó que se había enamorado de una chavala y que se magreaba con ella. El pobre, que se desahogó acongojado perdido, temiendo la penitencia que le iban a imponer. La charla con los italianos y entre nosotras se prolongó varias horas, obvio.

He vuelto a coincidir con Ana ante unas cuantas tazas y, en la cuarentena, ante la pantalla de mi teléfono. Qué gustazo, por Dios. Y es que la Milán y su reciente éxito son el ejemplo de lo que el buen uso de las redes sociales puede provocar.

Ella, en un momento catastrófico, aportó lo mejor que tiene: su inteligencia, su sentido del humor, esas anécdotas tan desternillantes que le suceden cada dos por tres. Su persona entera al servicio de animar al prójimo.

Y el prójimo, que andaba necesitado de alegría y de ilusión, se entregó a la Milán y les contó a sus amigos que tenían que unirse a esas conversaciones que te hacían saltar las lágrimas, pero de la risa, Aleluya.

Ana, como tanta otra gente carismática y ansiosa de zamparse la vida, provoca que le pasen cosas, nada es casualidad. El aburrimiento no entra en sus planes. Lo mismo interpreta en el teatro, que en la tele, que escribe un libro o diseña unos collages despampanantes a base de recortar revistas. Creatividad y entusiasmo rebosando desde su 1,78.

La Milán ha demostrado que a la gente le gusta la gente, la de verdad, la que no teme contar sus asuntos porque, en el fondo, son los asuntos de todos. Nada es tan grave, tú tampoco. Ella simplemente ha contado quién es, algo que parece muy sencillo, pero que no lo es, para nada. Conocerse a una misma es un acto de valentía, de curiosidad y de resiliencia. Y de ganas, las mismas que ha repartido con su moño, sus gafas y sus vasos de agua. Uno, dos, tres, cuatro, cinco.

Y de los directos virales, a las mil ofertas y a la realidad de una serie, By Ana Milán. Vi el primer capítulo hace un par de días, sin haber leído nada previamente. Mejor, porque me gustan las sorpresas y me he quedado ojiplática ante el enésimo arranque de honestidad de esta chica alta. Ya lo dice ella en algunas entrevistas “Todo lo que parece increíble es verdad”.

La realidad superando la ficción una vez más y, de nuevo, la valentía. No todo el mundo está dispuesto a abrirse en canal ante una cámara, por mucho que la mayoría no pueda identificar lo que pasó y lo que no. Lo sabes tú y con eso basta para acojonarte.

Ana Milán lo mismo ríe que llora. Disfruta, vive, charla y exprime. Contagia. Nos demuestra lo que pasa cuando uno se muestra al natural, desde la seguridad y la coherencia, resistiéndose a meterse en cajones hechos para y por otros. El lugar desde el que haces las cosas, sea escribir, pintar un cuadro, tejer un jersey o charlar en Instagram, es el lugar donde lo recibe el de enfrente y la Milán se ofrece desde el fondo de sus entresijos, desde que se levanta hasta que se acuesta. El amor, la amistad y la autenticidad como estandarte. La democratización del carisma como trampolín, qué bien.