Nada nuevo. La Pedroche ha subido una foto a Instagram. Algunos la han halagado por su forma física y otros la han criticado, aduciendo que está obsesionada con el deporte.

Ella responde que no está obsesionada con nada más que con convertirse en su mejor versión, sea haciendo ejercicio o meditando. Pues muy bien todo.

Los músculos de la Pedroche ni me van ni me vienen, ni a mí ni al resto de la humanidad que no es Cristina Pedroche, claro. Lo que sí nos afecta a todos es la envidia, la mediocridad, la procrastinación y la queja eterna.

Nos afectan esas nubes grises con dos patas que, incapaces de mejorar su vida, se centran en empeorar la de los demás. Unos plastas de tres pares de narices, ahora llamados tóxicos, que encuentran la paja en el ojo ajeno aunque no exista, que embadurnan de porquería lo más inimaginable.

Lo suyo sería alejar a estos plastóxicos del resto de la población, pero nos encontramos con dos grandes obstáculos a la hora de llevarlo a cabo. No sabemos decir que no y los plastas no llevan unas antenas que anuncien lo coñazo que son.

A veces, las circunstancias impiden que les mandemos a la tomar por el jander a la primera de cambio porque son nuestro jefe, nuestro hermano, nuestra cuñada...

La energía es finita, así que ellos reservan la suya para disparar y, como te pillen en un día flojo, te hunden, destruyen tu autoestima porque en tu cabeza no cabe que haya alguien tan desquiciado como para ponerte verde sin razón. Así que la culpa es tuya.

Por hacer ejercicio, por no hacerlo, por tener un buen curro, por no tenerlo, por ponerte esa falda, por cambiarte de peinado, por llevar siempre el mismo peinado. Por respirar, por existir.

Y tu energía finita se centra en comerte el tarro, cuando lo acertado sería seguir con tu vida y, si acaso, sentir lástima porque el plastóxico es, además, sumamente desgraciado.

El plastóxico pertenece al 80% de la población que anda preocupada por su puesto de trabajo según el CIS, pero no al 20% que aprovecha esta situación para reciclarse. Al 80% de estresados crónicamente, pero no al 20% que practica yoga, meditación o mindfulness.

El plastóxico encuentra los problemas, pero nunca las soluciones. Nunca aplaude porque está demasiado preocupado en abuchear. A la Pedroche en este caso. A decenas de personas de su entorno cada día.

Los plastóxicos, apoltronados en su sillón marrón, eternamente en pijama (feo, por supuesto), critican a los que, en lugar de sobrevivir, viven.

“La envidia les corroe. Mi vida les agobia. Por qué será. Yo no tengo la culpa. Mi circunstancia les insulta” que diría Alaska. Cuánta razón, porque lo que siente el plastóxico al contemplar el abdomen de la presentadora, o cualquier otro bien durito, es un ataque.

Lo mismo con cualquiera que se fije un objetivo y tenga la voluntad de perseguirlo, cueste lo que cueste. No soportan el brillo porque les recuerda su oscuridad.

Dice la Pedroche que cada uno debería buscar su mejor versión. Pero, amiga, a los plastóxicos eso les suena a japonés antiguo. Aquí se suman a la canción de Alaska cuando manifiesta que “nunca cambiaré”, así que no nos queda otra que cambiar nosotros. Porque la tristeza de estos seres se contagia y no está el horno para bollos. Nunca, pero ahora menos.

El antídoto es una media vuelta (como estoy hoy con el cancionero), física si nos es posible. Emocional, en cualquier caso. Mentalizarnos con que, lo que dice Pedroche, ya sabemos de quién es. Poner distancia entre su pesadumbre y nuestra purpurina.

Sonreírles y desearles mucha mierda, que es lo que les gusta.