Cuarta semana de confinamiento.

Radiografía del consumo en España: donde hace unas semanas era papel higiénico, platos de cuchara y carne, ahora es cerveza, vino, snaks, levadura y harinas.

Positivos, obedientes y solidarios, parece que hemos convertido el confinamiento en una sucesión de aperitivos al sol, repostería casera, clases on line, videoconferencias y aplausos a las ocho. Como el listado de actividades de ese crucero de lujo que navega sin tocar tierra durante meses, ajeno a que mientras tanto, el puerto del que salieron y cada puerto que dejan atrás, es un escenario de muerte y desolación.

Así nos quieren. Así nos quiere el Gobierno. Aguardando con las manos en la masa y el vino en la copa a que en cualquiera de los autos sacramentales en que se han convertido las ruedas de prensa diarias, se nos diga cuánto nos falta para que acabe la estabulación y se nos dé la suelta, y que gozosos salgamos de nuestras casas y nos abracemos llorando de júbilo, como si en vez de una pandemia hubiese sido un desastre natural imprevisto el que nos ha retenido en nuestras casas.

Pero enfilando la nueva prórroga del estado de alarma, no se va a cumplir el sueño gubernamental. No.

Cada muerto pesa –sobre todo, a los suyos– pero los catorce mil de hoy y los que vendrán, pesan demasiado para ocultarlos tras las cifras desnudas, las gráficas y la ausencia de imágenes que nos los recuerden.

Catorce mil a día de hoy son catorce mil familias, catorce mil, sin duelo, sin luto. Catorce mil con nombre y apellidos, con su huella, sus afectos, su historia. Demasiados para no hacerse preguntas, demasiados para no pedir responsabilidades, demasiados para conformarnos.

No nos vale la farfolla que nos vende el Gobierno cada día en las comparecencias, la torpe sintaxis de las ruedas de prensa, el “manzanas traigo” a cualquier pregunta, la tinta de calamar como respuesta, o la nueva distracción de los “Pactos de la Moncloa”.

Sabemos que el Gobierno ha mentido y miente, con lo que debió hacer y no hizo, con lo que actualmente hace y con lo que dice que hará. Conocemos sus incoherencias, sus equivocaciones. Ya no nos fiamos ni del número de muertos ni del de infectados, ni de las medidas económicas prometidas, ni le presuponemos otro interés que el de salvar la cara y sobre todo en el caso de Podemos, el de imponer además su modelo político totalitario (que para eso llegaron y en eso están).

Los muertos están para recordarnos que nada de lo ocurrido lo podemos dejar pasar sin más. Y sus familias, y los enfermos, y todos aquellos a los que aplaudimos todas las tardes. Son demasiado visibles, son demasiado reales para disolverlos en propaganda.

Y por más que Podemos quiera convertir a quien disiente en organización criminal. Por más que se pretenda limitar nuestra libertad a la información veraz para salvaguardarnos –dicen– de los bulos, por más que se nos quiera callados, la respuesta que se ha dado a la situación más grave a la que se ha enfrentado España desde la Guerra Civil no puede –no debe– ser la aceptación y el silencio.