El coronavirus, malévolo fundador de costumbres, ha traído el renacimiento de las sociedades. En una especie de nueva Creación, nos ha vuelto a colocar a cada uno en nuestro lugar. Muestra la desigualdad de manera tan cristalina... es como si la viéramos por primera vez. No es lo mismo una cuarentena en un chalé de Sotogrande que en un sotanillo del barrio de Argüelles.

Nosotros vivimos en un piso interior, cómodo y céntrico, que se habría convertido en una mazmorra de no ser por la posibilidad de salir a la compra o ir a tirar la basura. Llevábamos veinte días -puntuales y a las ocho- aplaudiendo un poco solos. De cara a un patio. Dos vecinos. Tres en los días de máximo esplendor. 

Hasta que a Teresa se le ocurrió una idea con la que romper legalmente la clausura: llevar las bolsas a los contenedores a la hora de autos. Así lo hicimos. Debidamente espaciados, cada uno por una acera, como dos desconocidos.

De pronto, los balcones enseñaron los dientes. Esas puertas abiertas eran las bayonetas de una ciudad que resiste las acometidas del enemigo invisible. Jamás habíamos visto un clamor popular tan honesto, tan inclusivo. Nadie se quedaba dentro de casa... y nadie se quedaba fuera de la guerrilla. El 2 de mayo de 1808 se tuvo que respirar, aunque con mucha más pólvora, algo parecido a esto.

Una bandera de la Comunidad de Madrid, bordada a mano, recorría varios balcones. Seguro que también surcaba distintas ideologías, diferentes clases. Sonaba A tu lado, de Los Secretos, que encontraron hace décadas esa fórmula matemática tan complicada: la de unas notas y palabras que, puestas juntas, enlazan generaciones.

Caminábamos batiendo las palmas, con la vista puesta en el cielo. Antes de posar los ojos en las nubes, nos topábamos con banderas, sonrisas, gritos, pancartas... Decía Unamuno que los españoles siempre aplaudimos contra alguien. Pero no había odio aquella tarde, sino esperanza combativa. Y, sobre todo, agradecimiento.

Nos cuesta honrar a los verdaderos héroes, pero nada tardamos en construir becerros de oro. Hasta que llegó esta maldita enfermedad, que ha reordenado nuestros valores sin más termómetro que el de la justicia.

Todos estos conceptos puestos así sobre el papel, de repente, pueden sonar a homilía, a una verdad sobre la que no existen pruebas concluyentes. Pero lo vimos. Lo respiramos. Lo tocamos con nuestros guantes de látex. Y en ese instante nos dimos cuenta de que había sido un privilegio no haber conocido el gran aplauso hasta entonces.

Nos cruzamos con él cuando ya se había convertido en una maquinaria perfectamente engrasada, cuando Madrid ya se había activado como ese Madrid capaz de fabricar remedios originales y contundentes a las grandes catástrofes de la Historia.

La calle Huertas era como un río bravo que no conseguía arrollar a ninguna de las personas encaramadas a los edificios. Es impactante. En apenas cinco minutos, el desierto se convierte en capital, el silencio se emborracha de ruido y el miedo se torna lucha.

El coronavirus nos revela la desigualdad con una sinceridad feroz, pero en esos balcones cantaban individuos plenamente orgullosos de su especie.