Que a Franco le levanten la losa que lo mantiene en su sitio en el Valle de los Caídos es la constatación clara de que nada es para siempre. Quién lo hubiera dicho, que saldría de allí, hace solo unos pocos años. Quién lo hubiera imaginado, entonces. Y a quién le ha importado dónde ha estado todo este tiempo. Ausente y callado, tampoco molestaba mucho.

Seguramente, como la mayoría de los dictadores, el general en grado superlativo se creía inmortal. Y lo fue, durante mucho tiempo. Pero a todo el mundo le llega su momento, y si Carrero Blanco voló por Claudio Coello, Franco no iba a ser menos. Y hasta tendrá mejores vistas.

Como soy mayor, recuerdo el entierro. Solo era un niño de 10 años, pero aquella escena es de las que conservas, quieras o no, en algún lugar escondido -o no tanto- de la memoria de asuntos trascendentes que ocurrieron durante la niñez. El día que nos dieron varios de vacaciones después de que se asesinara a un político, durante los cuales solo se escuchaba música sacra en la radio -eso daba miedo-; el día que el profesor de mates sacó a golpazos y a empujones a un compañero de clase, arrastrándolo con violencia mientras él lloraba desconsolado; los días en los que me pegaba el profesor de Pretecnología con una vara de madera porque no le gustaban -y no le culpo por eso- mis trabajos manuales; la mañana que, finalmente, Arias dijo lo de españoles, Franco ha muerto. Y eso que era inmortal.

Pero sí, las cosas empiezan -la de Franco comenzó en el 36-, y acaban -la de Franco, ahora, en 2019-, y en plena campaña electoral. Resulta curioso comprobar que los dictadores lo dominan casi todo, pero no todo: ni pueden esquivar su último día -aunque sí posponerlo para que encaje bien en el calendario- ni tampoco mandan, tan acostumbrados que estaban, después de muertos. Se convierten en nadie, en eso que siempre quisieron que fueran los demás.

Al final, y menos mal, supongo, todo el mundo se muere. Lo acaba de hacer el historiador Santos Juliá; lo acaba de hacer la campeona paralímpica Marieke Vervoort. El mundo es, sin duda, peor sin ambos en él. Pero lo trascendente no es tanto morirse, sino qué legado se deja al hacerlo. El ensayista deja libros, como el de Historia de las dos Españas, que ganó el Premio Nacional; ideas, pensamientos. Y una opinión que cobra un insólito valor estos días: “La única resignificación posible del Valle de los Caídos son sus ruinas”. La belga, enferma desde los 14 años, deja un reguero de medallas olímpicas y títulos mundiales; pero más que eso, el reguero es de amor por la vida, de implicación; de coraje; hasta la eutanasia a la que se ha sometido a sus 40 años es un indicativo de cuánto amaba vivir, y de cuánto consiguió mientras lo hizo, siguiendo, siempre, su esforzado y brillante criterio.

Franco dejó una guerra civil, medio millón de muertos, una posguerra miserable y cuatro décadas de potencial desarrollo perdidas para España. Y encima de todo ello, con sus restos de traslado, aún hoy su figura sigue enfrentando a los españoles, tantos años después.

Bye bye, Paco. Si recuerdan, Bye bye Ríos es el título de una canción de Miguel Ríos, y también el nombre de su gira de despedida de 2010. Por suerte para todos aquellos a quienes la música conmueve, ese adiós se está prolongando más de lo esperado, cronificándose tal vez, aunque el viejo diario del rockero granadino continúe advirtiéndole sobre la escasa idoneidad de envejecer en los escenarios.

Pero a Ríos lo queremos por aquí, en los festivales y en las notas; en los cedés -mientras haya- de las gasolineras, como cantaba en su Memorias de la Carretera, y en Spotify. Al dictador, hoy de mudanza, lo más lejos posible. Mingorrubio no es una mala opción. De ese cementerio a la irrelevancia solo hay un paso. Y ese es el mejor lugar para los dictadores muertos.