He matado a mi Twitter. Algo de mí se ha ido. He matado a Twitter, he matado a un aforista, a un poeta, a todo eso que un hombre podría llegar a ser, que diría Willian Munny en Sin Perdón. Irse de Twitter es una experiencia no del todo agradable, pues se van quedando muchos trolls sin contestar, mucha gente interesante que conocer, muchas rubias que amar y muchos tuits de Joaquín el del Betis, de Cela o de Larra, con los que ir pasando la vida con una sonrisa.

Me he quitado de Twitter a los 100 días de desgobierno, y sé que volverán las oscuras golondrinas y sé que yo no volveré al pajarito azul mientras España sea así. Twitter no es el Tinder ni es Tripadvisor, y tardé en darme cuenta de eso -renta más el Tinder, que lo abandoné-. Twitter pudo ser un foro democrático, pero no. Pudo ser el lugar donde la descarga de miasmas de cada troll, de cada obrero de derechas, de cada podemita con Ferrari, nos librase de algo más gordo. De una quema de conventos o de una paliza a un obrero.

Sé de quien ha sacado un libro de aforismos con lo que ha ido volcando en la red azul. Yo me he matado en Twitter porque los contenidos hay que pagarlos, y porque la materia gris no me da ya para el juguetito, y porque hay melómanos y pianistas sectarios. Me he ido de Twitter porque no quiero estar en la misma red que Otegui.

Después de una década en Twitter me he borrado sin pena, sin síndrome de abstinencia, callando cosas que contaré en mis memorias en octubre y que leerán los míos. Siempre eran los mismos en TW, sólo fui viral con estupideces y ver qué piensa la España pensante en tiempo real no es bueno para mi angina de pecho ni para los sociólogos dignos que quedan en el CIS. El tiempo de cada tuiteo podría haber sido una moneda de 50 a la tragaperra, una llamada perdida a la rubia, una sentada frente a Moncloa o un cigarro extra.

Yo soy el que ha ido a los toros y ha ido tuiteando la corrida, como si a la masa tuitera -la masa crítica que diría Ignacio Camacho- le importase mucho la faena de Aguado en Madrid. He sido tuitero compulsivo por esa combinación de estrés y testosterona que no me ha llevado a nada.

Matarse en la red social es un placer relativo, un esnobismo barato y un modo de marcar paquete en una sociedad gagá y contenta de serlo. Antes que poner un tuit prefiero mandar una carta al director del Corriere, rodar un corto y llevarlo a Venecia, pegarle al saco de boxeo o estudiar Teoría Económica, que es lo que leo con provecho en las largas tardes del verano.

El Twitter revela que España sí tiene quien la escriba, acaso el pensamiento único repartido en perfiles que se dicen "amantes del cine", "viajeros" o "librepensadores"... Yo sé que la red ardía en los ministerios, y que los funcionarios dejaron de fumar para responderle con estilemas chorras a la cuenta del presidente.

He matado a Twitter y me ha desaparecido el rodal de canas que tenía en el pecho. Camilo de Ory puede acabar en la cárcel y yo empecé a temer el tiempo que se nos viene encima a los que nos vamos saliendo del tiesto. Quizá yo vuelva en otras redes, bajo otros nombres.

También -en Twitter- se aprende a morir. Matarse en Twitter es reversible. Dije en La 2 y en casa de Raúl del Pozo que el Twitter mataría a la Literatura: yo me he adelantado asando al pollo azul que tenía mi foto.