Dice el CIS que Ada Colau será la candidata más votada en las elecciones municipales del próximo 26 de mayo en Barcelona. Si no es ella la alcaldesa, lo será Ernest Maragall, que empezó su carrera de la mano del alcalde franquista José María de Porcioles y que anda ahora reconvertido en nacionalista identitario a la derecha ideológica de Quim Torra Núria de Gispert.

Un hombre, por cierto, cuyo mayor mérito profesional ha sido ser el hermano de Pasqual Maragall y que tiene a toda Barcelona en vilo a la espera de ese torbellino de ideas lozanas, vanguardistas con total seguridad, que se le suponen a los burócratas de 76 años que han vivido toda su vida a la vera del Presupuesto Público. 

En un improbable giro de los acontecimientos, el tercero en liza podría ser Jaume Collboni, del PSC. El mal menor como solución de consenso para un tripartito municipal de izquierdas. Aunque, para ello, el resultado electoral de los socialistas, que según el barómetro del CIS ronda ahora los 6-7 concejales, debería acercarse mucho más al de Barcelona en Comú (10-11) y ERC (9-11).

No creo faltar a la verdad si digo que durante los últimos cuatro años, Barcelona se ha convertido en un parque temático para delincuentes, okupas, manteros, narcotraficantes, heroinómanos y prostitutas. Que es una ciudad más sucia, más violenta y más antipática que hace cuatro años. Que de ella han huido empresas, inversores e instituciones europeas. Que ha visto encarecerse los alquileres hasta niveles inasequibles para el barcelonés medio.

Que se ha convertido en un manifestódromo a merced de cualquier colectivo churrigueresco al que se le antojara paralizarla a voluntad durante el tiempo que le saliera de las gónadas. Que carece de rumbo, de velas, de tripulación y de capitán. Que navega al pairo sin una miserable idea sobre su futuro que echarse al coleto. Que se ha convertido en una ciudad provinciana, mediocre y rencorosa, a imagen y semejanza de aquellos que la gobiernan.

Y las opciones para revertir la flagrante decadencia de la ciudad son una populista de extrema izquierda, un nacionalista radical y un socialdemócrata nacionalista. Pues vaya tres patas para un banco. Barcelona necesita un Rudy Giuliani y tenemos a una Greta Thunberg de 45 años, un abuelo de los que abroncan nubes y un funcionario socialdemócrata sin mayor mérito conocido. 

Las alternativas al trío de progresistas regresivos en cabeza son un preso nacionalista acusado de liderar un golpe de Estado contra la democracia (Joaquim Forn); otra populista de extrema izquierda, rama nacionalpopulismo de inspiración maoísta (Anna Saliente); y un empresario panadero conservador (Josep Bou). 

Y, en medio de todos ellos, un exprimer ministro francés llamado Manuel Valls. Cuyo previsible fracaso en las elecciones confirmará aquella frase de George Bernard Shaw que dice que la democracia es el sistema que nos garantiza que no seremos jamás gobernados mejor de lo que nos merecemos.  

Se queja el profesor de Ciencias Políticas Jason Brennan en su libro Contra la democracia de ese defecto de las democracias que consiste en dejar el destino de los votantes más informados en manos de las malas decisiones de los menos informados. Para solucionarlo, propone un sistema que él llama epistocracia. Simplificando, la epistocracia de Brennan es una democracia de voto ponderado en la que se exige a los ciudadanos un mínimo conocimiento de la realidad política, económica, jurídica y social de su país para que estos puedan ejercer su derecho al voto de forma plena.

Por supuesto, Jason Brennan parte de un error conceptual básico que es el de creer que la democracia es el arte de solucionar problemas colectivos de la manera más satisfactoria y eficiente posible para el mayor número posible de ciudadanos. Se nota que Brennan no es español. Aquí la democracia es el garrote con forma de BOE con el que resolvemos las disputas sobre lindes ideológicas. 

Siendo barcelonés, la idea de Brennan de una democracia con voto ponderado en función de parámetros objetivos empieza a no parecerme una idea tan aberrante. Ya lo decía Winston Churchill: "El mejor argumento contra la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio". 

La gente vota mal, sí. Y la prueba es Barcelona.