Cualquier persona medianamente sensata aprende pronto a no hacer excesiva ostentación de los títulos y galardones que se le concede acumular en el camino de la vida. Si uno ha hecho el esfuerzo de conocerse algo y practica en alguna medida la sinceridad consigo mismo, cada vez que reciba un reconocimiento o alguna clase de honor se verá impelido a temer que detrás de esa distinción hay alguna clase de malentendido y, en consecuencia, a adoptar el perfil más bajo posible a la hora de mostrarla.

Si esto es así para las credenciales ganadas en buena lid o, por simplificar mucho, con arreglo a las costumbres y los valores del lugar, qué podemos decir cuando se trata de una certificación alcanzada por caminos tortuosos y fraudulentos. Quiere sin embargo la extraña y asombrosa naturaleza humana que esos diplomas amañados y en el fondo ficticios, cosechados sin la siembra del esfuerzo debido ni la sazón del conocimiento, sean los que con más aparato e inmodestia se enseñan. Quizá porque aquellos que logran atribuírselos, tan donosamente, padecen en mayor medida la necesidad de hacerse valer y reverenciar por sus semejantes, revestidos de una autoridad postiza a la que no se habrían hecho jamás acreedores por sus merecimientos.

Este juego de respetabilidades y aptitudes fantasmagóricas puede mantenerse, con un provecho siempre dudoso para una persona dotada de conciencia, mientras nadie tenga la mala idea o el soporte documental necesarios para exponer al escrutinio general la malversación que está en la base del espejismo. Si aparece alguien con la voluntad y los medios para desbaratarlo, no queda sino precipitarse al ridículo más crudo y espantoso.

Eso es lo que, contra todo pronóstico, y en especial contra la previsión y la convicción de los afectados, se ha abatido como un ángel exterminador sobre los currículums de tantos de nuestros sedicentes próceres, demasiado atareados muchos de ellos, durante sus años de formación, en las intrigas y reyertas que se desarrollan en los pasillos del poder partidista; tanto que no les quedaba tiempo para estudiar o alcanzar conclusiones propias y originales con las que elaborar los documentos que se le exigen a cualquier universitario sin prebenda para lograr titularse.

Lo que ha aflorado, con obscenidad tan intolerable como a la postre devastadora de reputaciones, carreras y futuros, es la escandalosa boca ancha del embudo a la que se acogieron para reunir su bagaje académico. La desfachatez temeraria con que después lucieron en foros, biografías y declaraciones juradas, una formación de la que tan sólo habían recibido la papelería acreditativa; y para más inri —y ahora destrozo— de manos de oscuros oportunistas que, según todos los indicios, montaron chiringuitos de lucro personal a costa del logo de universidades públicas. No es en absoluto desproporcionado el precio que por ello están pagando, ante la ciudadanía obligada a pasar por el lado angosto del embudo una y otra vez. Lo triste, tétrico, es que en esto se agota, entre tanto, el paupérrimo debate nacional.