Los independentistas han celebrado la decisión del juez Llarena de retirar la euroorden contra Puigdemont y los demás prófugos como si de una victoria se tratase. Una y otra vez se afanan en mostrar el acuerdo del tribunal de Schleswig-Holstein —que aceptó entregar al ex president por malversación, pero no para ser juzgado por rebelión— como la desautorización del juez español por la justicia europea. Sin embargo, lo que ese tribunal regional alemán puede resolver no es si el magistrado español ha actuado o no con arreglo a derecho, ya sea español, europeo o internacional —para lo que carece de jurisdicción—, sino si de acuerdo con los tratados suscritos por Alemania, y en concreto el de la Unión Europea con toda su normativa de desarrollo, procede que se entregue a un prófugo español a los tribunales de su país.

Los alemanes han decidido, y como al juez español no le conviene su decisión, que limita su capacidad de aplicar e interpretar las propias leyes, produce agravios comparativos y merma su jurisdicción, rehúsa someterse a sus efectos.


Es la solución más sensata frente a un pronunciamiento de la justicia alemana que revela las grietas y carencias de la propia Unión Europea: que unos jueces lejanos juzguen entrando en el fondo del asunto unos hechos sometidos a leyes que no son las suyas, como si hubieran de suplir la ignorancia o la mala fe de otros jueces tan sujetos como ellos a la decisión última de los tribunales de Estrasburgo —en lo que toca a la protección de los derechos fundamentales— y de Luxemburgo —en lo relativo al cumplimiento del derecho comunitario—, evidencia que en la UE la cooperación judicial es hoy potestativa y a conveniencia.


Semejante desaire y semejante exceso en el ejercicio de la jurisdicción no puede ser acatado en modo alguno por la justicia de un país soberano. Antes bien corresponde tomar nota para obrar en adelante con reciprocidad respecto de las peticiones de la justicia alemana, esto es, exigiendo a sus jueces que prueben exhaustivamente los hechos por los que reclamen la entrega de alguien y se sometan al juicio que sobre esos hechos hagan los jueces españoles. Entre tanto, muévanse Puigdemont y el resto de procesados prófugos cuanto quieran, sabiendo siempre que a donde no pueden regresar es a su país, mientras no acaten sus leyes, y que la euroorden bien puede reactivarse en cualquier momento, para hacerla valer en algún país cuyos jueces no la reciban como una atribución de competencia sobre el caso.


Cuestión aparte es si Puigdemont y los suyos cometieron o no delito de rebelión con arreglo al Código Penal español. Sobre eso decidirá en su momento la justicia española, y lo hará con independencia, por lo que es perfectamente posible que no lo acabe estimando respecto de alguno o todos ellos. Lo que por ahora cuentan son los indicios, y que se aprecien respecto de quien alentó a sabiendas que miles de ciudadanos iracundos y los agentes políticamente receptivos de un cuerpo integrado por 14.000 hombres armados obstruyeran la aplicación de las leyes españolas —como así hicieron, y pruebas gráficas hay, tanto de ciudadanos enfurecidos como de policías con pistola al cinto—, puede resultar discutible, pero dista de ser un disparate.