Los medios australianos llevan meses hablando de una epidemia de tocamientos en los medios de transporte público del país. En el estado australiano de Victoria, por ejemplo, se denunciaron entre septiembre de 2016 y septiembre de 2017 trescientos cincuenta incidentes posteriormente clasificados como "asalto sexual". La periodista científica Claire Lehmann, directora de la revista Quillette, estudió las estadísticas y publicó este tuit ("Los hombres no toquetean a las mujeres en los trenes australianos. Eso es una fantasía"). 

El resto se lo pueden imaginar. Furiosos golpes de abanico en el pecho, ostentosas peticiones de sales y acusaciones masivas de machismo. La revista Pedestrian publicó un artículo sobre el tuit advirtiendo a sus lectores de que "por favor" tuvieran en cuenta que lo que iban a leer "podía resultarles perturbador".

En el estado de Victoria, que cuenta con una población de 6.400.000 personas, se realizan cada año 584.000.000 viajes individuales en transporte público. El riesgo de ser toqueteada, de acuerdo al número de denuncias registradas, es de 0,00006. O lo que es lo mismo: sería necesario coger el metro 1.668.571 veces por término medio para ser toqueteada. Claire Lehmann, que en ningún caso le restó importancia a esos delitos o negó que debieran ser perseguidos, sí se oponía a que en base a esas cifras se hablara de "epidemia"

Hasta aquí, los hechos. Pero lo interesante viene ahora. El tuit original de Lehmann fue contestado por cientos de personas que explicaron sus propias experiencias, todas ellas aterradoras, en el transporte público. Lehmann contestó así: "En una sociedad libre, los ciudadanos no están obligados a creer las historias de abusos o acosos descritas por extraños en las redes sociales. La credulidad sólo propicia las falsas acusaciones, las farsas y el pánico moral". 

Que los hombres son los responsables de una apabullante mayoría de los delitos sexuales es una obviedad. Que los hombres son más violentos que las mujeres, también. Los hombres cometen el 99% de los delitos sexuales y el 75% de los crímenes, y son los responsables del 60% de los casos de violencia doméstica. Esa predominancia masculina es constante para todo tipo de delitos excepto para el infanticidio y el abuso psicológico

Pero esos datos no operan en el vacío, sino en el contexto de una sociedad en la que la violencia es por término medio cada vez más rara, menos grave, menos impune y menos tolerada tanto por hombres como por mujeres.

Cosa distinta es la percepción de esa violencia. Son ya muy pocas las personas que distinguen la inseguridad real, un dato objetivo, de la sensación de inseguridad, subjetiva y dependiente de muchos factores. Y entre esos factores el alarmismo, justificado o injustificado, de la prensa pero sobre todo de esos ciudadanos que parecen preferir denunciar abusos en las redes sociales que en las comisarías. Abusos, además, de cuya existencia sólo hay una prueba: la palabra de quien dice haberlos sufrido. 

Me pregunto por qué aceptamos sin sospechar la posibilidad de que miles de personas hayan exagerado en su currículum pero nos cuesta tanto aceptar que puedan existir miles de personas que se estén inventando, o exagerando, unos abusos que jamás han existido. A fin de cuentas, estamos hablando de los incentivos perversos de una sociedad en la que haber sido víctima de algún tipo de abuso, o fingir que lo has sido, te asegura más réditos sociales, económicos y políticos que haber superado con matrícula de honor media docena de carreras de ciencias. 

Por supuesto, esta columna será malinterpretada y muchos leerán en ella lo que no se dice. Y esa sí que es una epidemia: la de la falta de comprensión lectora de individuos que han sido teóricamente alfabetizados por profesionales tras su paso por el sistema educativo