Si fuera blanca nadie la llamaría la blanca. Pero como es negra muchos la señalan por el color de su piel. Periodistas y miembros de las fuerzas de seguridad incluidos, también algún político. La negra a secas, para más inri. Y además, muchos de los que utilizan el latiguillo lo hacen con un cierto tono de desprecio que no parece nacer sólo del crimen que Ana Julia ya ha confesado sino también del tono de su piel, como si su color, y sólo su color, fuera la prueba irrefutable de que ella, y sólo ella, podía ser la autora de la muerte del pequeño Gabriel. Podemos llamarla de todo: asesina, canalla, hija de puta, salvaje, desalmada, malnacida, cabrona… pero la llamamos la negra o la negrita, como si su color llevara implícito todo lo demás.

En España, seguimos teniendo un punto racista, un impulso atávico que nos lleva a serlo casi automáticamente. No hasta el infinito pero si lo justo como para recelar de aquellos que no son como uno. No como para quemar a nadie pero sí lo necesario como para mirar siempre dos veces a los que son diferentes, a los que son negros en medio de tantos blancos. Lo mismo que somos machistas aunque intentemos no serlo, somos racistas en contra de nuestra aparente voluntad. Pero lo somos. Racistas, camuflados pero racistas, que de vez en cuando sacamos la patita a pasear.

“Hay ciertas perversiones de la inteligencia y de la sociedad humanas contra las que es inútil predicar enfáticamente… De estas perversiones quizá sea el racismo la más repugnante de todas”, escribió hace unos años Fernando Savater. “Contra el racismo, recordemos que todos los humanos somos por igual extranjeros porque todos venimos de donde no sabemos y vamos hacia lo desconocido”, añadía en el mismo texto.

Y aunque lo parezca no estoy hablando de Ana Julia Quezada, autora confesa de un crimen abominable, sino simplemente del color de su piel que no debería tener nada que ver con esta tragedia. Quiero salir en defensa de ese color que se quiere utilizar como una acusación, como una prueba de culpabilidad inequívoca, como una diana sobre la que apuntar y disparar. Hablamos del color de millones de personas que no merecen esa sombra de duda, esa discriminación, ese tonillo de desprecio, esa sospecha permanente, esa criminalización instantánea.

“La lucha contra el racismo ha de ser un reflejo cotidiano. Debes estar siempre vigilante. Nunca bajar la guardia. Hay que empezar a dar ejemplo con el lenguaje, estar atentos a las palabras que utilizamos. Las palabras son peligrosas. Algunas hieren y humillan. Fomentan el odio”, escribió Tahar Ben Jelloun en un libro en el que explicaba a su hija qué era el racismo.

Desde el pasado domingo el reflejo cotidiano, aquí en España, ha sido el contrario del que predicaba Ben Jelloun. No hemos luchado contra ese racismo latente y no solamente lo hemos dejado salir sino que además lo hemos jaleado. El animal que creíamos dormido ha despertado abruptamente. Ha vuelto a saltar esa vena xenófoba que a veces ocultamos pero que en demasiadas ocasiones parece tener vida propia.

No hemos estado vigilantes. Hemos bajado la guardia. Y hemos golpeado con las palabras –negra, negrita, negra– cuando algunos acontecimientos nos han golpeado a nosotros. Y hemos sacado al demonio que duerme en nuestro interior, sin mala intención, dirán algunos, simplemente para señalar, dirán otros, en un arrebato, opinarán los terceros, sin caer en la cuenta de que la asesina confesa del pequeño Gabriel no es una mujer negra sino una mujer malvada, que no es lo mismo.

La maldad no sabe de colores y las páginas de sucesos de los últimos años están ahí para corroborarlo. La maldad es autónoma y se disfraza de mil maneras, de mil colores.