Un chat de policías en la que se profieren proclamas racistas y xenófobas, loas a Hitler y los hornos crematorios, e insultos y maldiciones a Manuela Carmena, Pablo Iglesias, Antonio Ferreras y Ana Pastor puede resultar tan estimulante, jocoso y morboso como… 

¿Un grupo de sacerdotes haciendo comentarios rijosos sobre los catequistas? ¿Un geriátrico en la que los cuidadores secretean sobre el modo más disimulado de apiolar ancianos? ¿Un congreso de psiquiatría en el que se hacen mofas de la fragilidad emocional de los pacientes y sus intentos de suicidio? ¿Una clínica de obstetricia en la que los facultativos bromean sobre las maneras de abusar de las muchachas que acuden a consulta? 

Como las fronteras que separan la provocación de la irreverencia, e incluso la maldad de la crueldad, pueden resultar porosas y subjetivas, no toca preguntarse si las situaciones arriba apuntadas nos parecen poco risibles, más bien desafortunadas, del todo reprochables o absolutamente inadmisibles.

Pero como nadie desearía que un ser querido necesitado de asistencia y tutela porque estudia para cura, o porque transita el ocaso de su vida, o porque padece depresión o necesita una exploración ginecológica pueda caer en tales manos, tampoco merece la pena debatir aquí si los policías que trafican y alimentan comentarios incompatibles con el espíritu de su trabajo y con su responsabilidad pueden mantener placa y pistola.

Estos tipos deben ser apartados e inhabilitados por motivos de salud pública, por proteger la imagen de la Policía, por preservar la confianza ciudadana en los cuerpos de seguridad del Estado y por exaltados y matones. La tipeja que deseó a Inés Arrimadas "una violación en grupo" fue despedida nada más saltar la polémica porque sus empleadores, con buen criterio, no podían fiarse de una persona tan desenfrenada ni asociar su marca a un episodio de tan mal gusto. Y no hay ninguna razón para que los códigos de conducta sean más rígidos en las empresas privadas que en las instituciones públicas.

Lo de menos es si a los autores de los citados comentarios se les puede imputar delito de odio o amenazas. Lo importante, como sucedió en los casos de Guillermo Zapata y sus chistes sobre el Holocausto, o de Casandra y sus fijaciones, es que sus protagonistas se pronunciaban de acuerdo a su verdadera naturaleza.

Resulta interesante de este asunto la fertilidad de la perversidad cuando se disfraza de humor negro o cuando le asiste una patente de privacidad. También la actitud y respuesta de cada uno de nosotros como receptores de inmundicias racistas, fascistas, machistas, homófobas o totalitarias de uso corriente. Lo de que no hay conversación privada que soporte un escrutinio público es tan sólo un  aforismo, una verdad a medias. De las cosas que no gustan ni hacen gracia no hay que reírse ni siquiera por disimular, sino dejar -como mínimo- entrever al patán de turno que sus comentarios y bromas repugnan tanto como su persona. No se trata de ser unos siesos, sino de apreciar el humor como espejo del alma.