Carles Puigdemont ha pasado de producir la admiración secreta de los suicidas a despertar la compasión de los idiotas sin que ninguna de estas consideraciones sobre su persona permita saber cómo acabará esto; cómo afectará su periplo flamenco y el resultado del 21-D a la moral y la fe del independentismo.

Su desprecio por las leyes, por el poder judicial, por las minorías parlamentarias, por las empresas catalanas y por la verdad más elemental y llana le procuraron el respaldo de los fanáticos y una petición fiscal de 30 años de cárcel por rebelión.

Sin embargo, el modo en que declaró la independencia sin tener idea de cómo sustanciarla, la falta de respaldo internacional pese al dineral invertido por Raül Romeva, sus idas y venidas mientras Rufián lo tachaba de judas, su silencio clamoroso después de que Rajoy disolviera el Parlament y -ahora- su fuga/saga en Bélgica le han valido el desprecio de todos.

Por muchas razones: por haber dividido a la sociedad catalana, por no dar la cara cuando pedía a los funcionarios que la dieran, por haber dejado tirados a los Jordis en la trena y a Trapero, por exponer a detención a Forcadell y sus consejeros no huidos, por haber convertido en héroe al presidente del Gobierno, por haber hecho del juicio de la Gürtel un asunto menor y por haber convertido la aplicación del 155 en un puerto más seguro y liviano que su aventurerismo.

La cara de panoli de Josep Rull cuando lo sacaron del despacho los Mossos, el ridículo de los diputados de la CUP dedicándole un vídeo-saludo a Sáenz de Santamaría desde su despacho republicano, las imágenes de los consejeros con sus cajitas de cartón o los vídeos virales de los muchachos de las esteladas quemando sus DNI y pasaportes conforman la anécdotas más risibles de una gran frustración colectiva. Por su obra y gracia, el soberanismo es ahora carne de memes y objeto de chistes. Por su modo de proceder la causa secesionista tiene motivos suficientes para replegarse definitivamente al ámbito de las pasiones folclóricas.

En su rueda de prensa en Bruselas, el molt honorable ha vuelto a explotar los mismos resortes de que se ha valido hasta ahora para embarcar a Cataluña hacia una independencia impracticable: la mentira, la manipulación a quemarropa y la contradicción más insultante. Huyó como un ratero o un contrabandista, pero está en Bélgica haciendo uso y disfrute de un Espacio Schengen que no le serviría de corredor a los ciudadanos de una Cataluña independiente. No ha pedido asilo, pero ha fichado como abogado al letrado de los etarras prófugos. No quiere escapar de la acción de la Justicia, pero no vuelve ni confía en los tribunales.

Además, se fue para evitar a los catalanes la violencia del Estado -porque “disponía de información confidencial de Inteligencia”-, pero llama a la resistencia contra el 155. Habla en calidad de presidente de la Generalitat, pero acepta el envido electoral de Rajoy tras haberle cesado. Quiere elecciones, pero plebiscitarias y no sólo sobre la independencia sino más bien sobre su futuro personal.

La clave ahora es saber si los mismos compañeros de aventura a los que ha defraudado y la misma ciudadanía a la que ha engañado alevosamente le van a seguir comprando el discurso o si, después de verle el cartón, optarán por la vía autonomista a la que el consejero Santi Vila quiere devolver al PDeCAT.

El problema es que no existen mayorías claras y mientras el secesionismo decide entre el truco de la independencia o el trato del autogobierno, Carles Puigdemont podría -y debería- ser detenido. Es decir, otra vez las tribulaciones de un hombre sin atributos volverían a poner en vilo a todo un país.