Continuamos avanzando sin pausa y con mucha prisa hacia el 6 de octubre de 1934 y como nos pasemos de frenada aterrizaremos en 1977. Que de hecho sería lo mejor que nos podría pasar porque el 34 acabó en una guerra civil y el 77 en una democracia. La duda es si estamos en un escenario o en el otro.

Todos los ingredientes para un regreso al pasado sin billete de vuelta al presente están en cualquier caso ahí. Los grises, que ahora visten de verde y negro, barrando el paso a los ciudadanos agolpados a la puerta de las imprentas. Las pegadas de carteles clandestinos. Los mítines y los actos de apoyo a los insurgentes prohibidos por el juez de turno. Las pintadas callejeras reclamando no ya “más democracia” sino “democracia” a secas. La citación por parte del fiscal general del Estado de setecientos alcaldes catalanes de un total de novecientos cuarenta. Los sectores más radicales de pequeños grupúsculos ya de por sí radicales señalando a “los franquistas” y tonteando con la estética (y la ética) del terrorismo vasco.

Traes a un español de 1977 a la Cataluña de 2017 y se siente como en casa. “¿Me habéis mandado cuarenta años adelante o sólo cuarenta minutos?”, se preguntaría.

El mérito, por supuesto, para el nacionalismo por acción y para Mariano Rajoy por omisión. Hace seis años, un simple gesto de Rajoy (represivo o apaciguador: ahí no me meto) habría bastado para cortar de raíz la insurrección. Hace seis años, el conflicto no habría pasado del terreno administrativo. Apenas una disputa competencial entre el Gobierno central y el autonómico, un asunto de quítame allá ese apaño fiscal, no nos vamos a pelear por cuatro mil millones de nada, dadnos cariño y un corredor mediterráneo y aquí paz y después gloria.

Mírenlo así. ¿Se imaginan a un presidente, pongamos por caso francés, que habiendo tenido conocimiento de que sus Fuerzas Armadas preparan un golpe de Estado hubiera hecho caso omiso de ese aviso durante seis años? ¿Que, llegado el día del golpe, y con unos cuantos miles de ciudadanos partidarios de los golpistas a las puertas de la Asamblea Nacional francesa, hubiera ordenado cargar contra ellos pero actuara tímidamente contra los militares en su interior y nunca en persona y ejerciendo su poder como presidente del Gobierno sino siempre a través de jueces, fiscales y fuerzas de seguridad? ¿Qué pensarían de ese presidente que habiendo podido parar el golpe antes de que este se consumara hubiera preferido calzarse las orejeras y fingir que no ocurre nada mientras el conflicto se enquista y da señales de putrefacción? ¿De un presidente que prefiriera arremeter tarde y en caliente contra civiles antes que pronto y en frío contra los verdaderos golpistas?

Ese presidente es Rajoy, obligado ahora, por su inacción del pasado, a actuar contra ciudadanos en vez de contra elites políticas. Porque burócrata no come burócrata. Como mucho le mordisquea un poco el patrimonio.

Así que el conflicto está ya en la calle. En la catalana, por supuesto, pero también en la de Zurita, en Madrid, sede del Teatro del Barrio, donde hace apenas unos días no cabía ni un alma solidaria más. Ojo con lo que decía Alfonso Ussía hace apenas cuarenta y ocho horas: el odio de Podemos (es decir de la izquierda) a España es mayor que el de los separatistas. O dicho de otra manera. La gestión de la cuestión catalana puede acabar con Rajoy y llevarse por delante a España y el régimen del 78.

Que jueces, fiscales y fuerzas de seguridad estén ahora actuando contra ciudadanos por la renuencia de Rajoy a actuar contra políticos es obviamente legal y si me apuran hasta necesario. Lo que no es, desde luego, es estético, sobre todo cuando se ha llegado a este punto habiendo podido abortar el feto malformado hace más de un lustro. A Rajoy y al nacionalismo, en definitiva, se les ve cómodos instalados en el tardofranquismo. Recemos porque no le cojan gusto a esto de las regresiones y se planten ambos en el prefranquismo.