El aspecto entre simpático y estúpido de las multitudes mitiga la aversión al gregarismo engalanado de banderas. Pasó en la Diada. Los más vocingleros y expresivos satisfacían la avidez de la masa con espontaneidad y entusiasmo como atenuantes. Nada que ver con los políticos, a quienes por venir preparados de casa hay que aplicarles siempre los agravantes de premeditación y alevosía.

Entre las notas más curiosas de la procesión indepe vimos a Ada Colau presumir de currículo activista y a Pablo Iglesias haciendo de Braveheart. A la primera autoridad de Barcelona le indigna que la derecha nacionalista de la pérgola y Andorra le afee su renuencia a sacar las urnas, así que exhibió su pasado activista como argumento de autoridad no sea que la escrachen por colaboracionista y botifler: “No aceptaremos lecciones de los convergentes que hasta hace dos días no sabían qué era la desobediencia civil”, dijo.

El dirigente del tic-tac-tic-tac aseguró que el secular problema catalán se soluciona expulsando al PP y gritó “¡Visca Catalunya lliure i sobirana!” para suplir con decibelios tan inconsistente tesis. Culpar al PP de los males de Cataluña ha sido el mejor invento del nacionalismo, una baratija intelectual que incomprensiblemente ha comprado el PSOE, lo que complica mucho la contraofensiva ideológica y propagandística que más pronto que tarde tendrá que emprender el Estado.

Lo grotesco es que quien ahora esgrime el derrocamiento de Rajoy en todos los debates sea el mismo político que pudo jubilarle en 2015 y no quiso por miedo a la irrelevancia, pues el liderazgo de la oposición hubiera correspondido al PP. Es normal que Iglesias tenga mala conciencia.

Colau no tiene menos motivos para el remordimiento. Sus escrúpulos legales obedecen a su legítima ambición: sencillamente, no quiere poner en peligro su carrera política. Pero es que además, el 1-O es el modo que tienen los "señoritos" -lo dijo ella- de arrogarse una carta de impunidad, lo que supone convertir la contestación en la mejor arma de las élites.  

La sana desobediencia, un mandato casi biológico que empieza en la cocina y en la escuela con el niño diciendo no a la sopa y el examen, se ha desprestigiado mucho en Cataluña desde que la veterana activista probó las mieles del poder y los muchachos del 3% educados en colegios de pago empezaron a bailarle el mambo a los borrokas de la CUP.

La mejor prueba de que el dislate se ha empoderado en Cataluña es que la misma recua que pita y silba a los compañeros vivos de Ernest Lluch le ríe las gracias a Otegi en TV3. Hay que ser muy cínico o muy obtuso para no admitir que la primera desobediencia en Cataluña pasa por oponerse al rodillo independentista. ¿Lo veremos? A este paso es más probable que el gudari de los secuestros que se comparaba con Mandela defina la altura moral del país con otro chiste sobre Rivera.