Uno empieza a tener la sensación de que, igual que en su día no se dieron cuenta de las consecuencias que tenía lo que estaban haciendo, ahora no se dan cuenta del destrozo que provocan al minimizarlo, negarlo o excusarlo, como una y otra vez, y cada vez con menos donaire, menos ahínco y menos ingenio, es costumbre de nuestros responsables o ex responsables.

Para decirlo con absoluta claridad: lo que una y otra vez se nos dice, a propósito de los reiterados casos de presunta o ya no tan presunta financiación ilegal de los partidos políticos que han ejercido funciones de gobierno, sólo sería admisible sobre una doble premisa tan fabulosa y escalofriante que es imposible comprarla. Por un lado, habría que admitir que a los puestos de tesorero de los partidos ha accedido una caterva tal de pícaros, pillos y pillastres, que sólo sería explicable si se los hubiera reclutado, deliberadamente, acudiendo para seleccionarlos a algún fichero de delincuentes. Por otro, quienes se beneficiaban de la financiación ilegal obtenida por esos tesoreros, siempre sin saberlo, demuestran una falta tan absoluta de conciencia de la correlación entre los gastos que necesita su actividad, y los ingresos de que pueden disponer de manera legítima, que los incapacita gravemente no ya para la gestión de los asuntos públicos, sino para administrar con solvencia un hogar cualquiera.

Que a la hora de convocar elecciones siga votándoles alguien, porque no encuentra mejor alternativa, no debería erigirse, para quienes se ven señalados por este repetido escándalo, en ese consuelo y esa convalidación de los que tanto se ufanan. El descaro y la inconsistencia siempre se acaban pagando y, si no es de una manera, será de otra. Puede que por ahora muchos de los que, conociéndolo o no, resultaron favorecidos por estas prácticas casi sistémicas de rapiña del erario no se hayan visto descabalgados de sus posiciones de privilegio, confort y seguridad relativa, que les permiten incluso creerse a resguardo de cualquier posible imputación, siempre exitosamente desviada a escalones inferiores. Pero lo que se juega es algo mucho más importante, cuya pérdida puede desembocar en catástrofe.

Lo que está en entredicho, en definitiva, es la propia credibilidad del sistema, que estas conductas temerarias e inmorales erosionan como ninguna otra. Que se financien ilegalmente los que hacen las leyes y se permiten imponerlas a los demás, que sea a través de la ilegalidad como se sufraguen y se desarrollen las campañas que conducen a formar las mismísimas cámaras en las que se realiza la función legislativa, es un sarcasmo que no puede salirle gratis a una sociedad que se tenga un mínimo de respeto a sí misma. Faltan dimisiones, sobran aspavientos y, sobre todo, sobran declaraciones y actitudes satisfechas.