El Consell de Garantías Estatutarias de Cataluña dictamina, por unanimidad, que la provisión del proyecto de ley de presupuestos presentado por el gobierno de la Generalitat en la que se contempla la convocatoria de un referéndum de independencia es contraria a la Constitución y al Estatut, y por tanto contraria a la legalidad a la que ese gobierno, y la cámara a la que presenta el proyecto, están sometidos. El president Puigdemont dice que está contento, porque las partidas presupuestarias de las que se propone tirar subrepticia y desviadamente para organizar dicho referéndum, y que en el proyecto de ley no se destinan a ese fin, quedan avaladas por el órgano consultivo.

Groucho debe de estar removiéndose en la tumba, con la dura competencia que de un tiempo a esta parte le ha salido en la esquina nordeste de la península Ibérica. Cuando a un gobierno su órgano consultivo le dice por unanimidad que se está saltando las leyes fundamentales que le otorgan su legitimidad y definen su marco competencial, lo que ese gobierno emprende, si decide seguir adelante, tiene un nombre: insurrección contra el marco legal vigente.

Alguno pensará que es una insurrección amable, una insurrección ligera, porque nadie sale a ningún balcón a proclamar nada, como hiciera Companys en 1934, aunque no es ocioso recordar, una vez más, que en aquella proclamación de la república catalana no subyacía una voluntad de separación del conjunto de España, como sí declara y persigue el procés. Lo que no la hacía menos ilegal, ilegítima o insurreccional.

La cuestión, a estas alturas del agotador partido que el independentismo viene sosteniendo desde hace un lustro contra sí mismo, contra los catalanes no independentistas y contra el resto de los españoles, es que los adjetivos, aplicados a según qué sustantivos, resultan irrelevantes. Una insurrección es una insurrección y adjudicarle calificativos no disminuye su gravedad, que es extrema. Y no por atentar contra una sacrosanta idea de la patria española, que pocos sostienen hoy, sino porque ignora los derechos, las libertades y la cuota de soberanía de todos los catalanes con los que no cuenta el acto insurgente, la mayoría, y de los españoles con los que subsiste un pacto constitucional con obligaciones recíprocas; un pacto revisable y hasta necesitado de reforma, pero no por el atajo que plantea el independentismo, echándose al monte en nombre de su idea superior.

Una ligera insurrección no es menos, sino más inadmisible. Quien se alza y asume las consecuencias, merece después de todo un respeto, si lo hace por convicción. Quien se alza como si no se alzara, une a la ilegalidad una frivolidad que hace pensar si no ha llegado, de una vez, el momento de ponerse serios.