Hace cuatro días leí la historia de Lucía, y lo hice con una aterradora impresión de déjà vu: una adolescente, casi una niña, que se suicida tras ser supuestamente acosada en su colegio.

El bullying es la nueva peste. Cuando era escritora visité más de cien centros escolares para mantener encuentros con alumnos. A muchos de los profesores con los que me encontré les pregunté por el fenómeno del bullying, y todos me contestaron lo mismo: que no hay forma humana de atajar el problema de raíz.

Recuerdo a una profesora de un centro madrileño a la que se le saltaban las lágrimas al recordar a una chiquilla de esas que llamamos “raras” (es una expresión muy cómoda: igual vale para una cría con sobrepeso que para una enfermizamente tímida, para alguien patoso o para quien no tiene el menor gusto a la hora de elegir su ropa), a la que un grupo de la clase fue atosigando hasta conseguir aislarla del resto.

Aquella docente intentó de todo para revertir la situación: suplicó, se enfadó, probó inventar castigos, luego ir de enrollada, hablar con los padres (“cosas de chavales”, ”mi hijo no hace eso”, “el problema es de la niña”) y negociar con los acosadores. No hubo manera. Al final, la familia de la chica rara la cambió de colegio, o quizá se fueron todos del barrio o hasta de la ciudad para escapar del infierno común en que se había convertido la vida de una cría.

Hoy me pregunto qué peso tendrán en el alma los profesores de Lucía, a la que a lo mejor también intentaron ayudar con todas las armas a su alcance. El sistema ha fracasado a la hora de abordar la convivencia en las aulas. Los protocolos contra el acoso muchas veces no funcionan, y en eso está de acuerdo cualquier maestro. Ni siquiera cuando se escucha la llamada de socorro de un niño, ni siquiera cuando los profesionales se ponen manos a la obra, hay instrumentos infalibles para enfrentar este asunto.

Ahora mismo, en este instante, hay otras Lucías asustadas ante la perspectiva del largo horizonte de una semana escolar. También hay profesores que venderían el alma por ayudar a Lucía, pero les faltan herramientas. Y todo eso está ahí, tras los muros de las escuelas, que es donde los niños deberían sentirse más felices, más protegidos, más seguros.

El caso de Lucía, que se suicidó con trece años, nos apiada pero no nos sorprende. Nos zambullimos en el drama con la certeza de que esa película de terror ya la hemos visto, y que nos la pondrán otra vez el día menos pensado.