Mariano Rajoy ha convertido el supermercado del multipartidismo en su barra libre, en una extensión de su cocina en Moncloa. Entre hervores propios y ajenos estofó la legislatura y ahora se atreve con su propio adobo en busca acaso de la eternidad institucional y biológica. Por eso el lunes invocó al todopoderoso cuando, a sus 61 años, le preguntaron por su futuro: pues Dios dirá, dijo. 

Por encima de toda especulación humana, de toda invocación divina, sobresalen la voluntad de Rajoy de seguir al frente del PP y del Gobierno y su habilidad en los fogones del poder. Miren si no. Cuando estuvo a punto de caer definitivamente -tras las elecciones de diciembre de 2015- convirtió en pinches a Pablo Iglesias -primero- y Susana Díaz -después- para chamuscar a Pedro Sáchez hasta convertirlo en un milagro de la transmutación de la carne cocinada. Por eso Il Bello de la socialdemocracia continental -junto a Matteo Renzi y Manuel Valls- ha acabado convirtiéndose en el deseado e incluso en el desaparecido de las bases de un partido en ebullición.

Más tarde, con ayuda de Antonio Hernando y de la gestora del PSOE, Rajoy sacó adelante su investidura y también el techo de gasto hasta convertir la rosa socialista en el espeto que probablemente le sacará las castañas del fuego en la votación de los Presupuestos Generales del Estado.

A fuego lento, este plato con ayuda de Soraya y los maillos, ahumó a Aznar hasta arencarlo -seco como está- y desaparecerlo. Y ahora, gracias a Albert Rivera, a quien aprieta o afloja las manijas del gas a conveniencia, ultima el asado de una regeneración reiteradamente postergada para bochorno de muchos votantes de Ciudadanos. 

Puede que la victoria de Trump (70) en EEUU y la reelección de Merkel (62) como candidata de los conservadores alemanes hayan animado al presidente. Puede que, por efecto del walk fast, los años pesen menos a Rajoy que los escándalos que acabaron con lo que quedaba de su quinta en PP. O puede que, tras un año de pedagogía del sobresalto y de domesticación en lo excepcional, el presidente haya pensado que ha llegado el momento de demostrarnos su vocación de Dorian Gray. Al fin y al cabo, los disgustos apenas le procuran canas de patillas para arriba y nadie, nadie como él, conoce los matices gustativos de gobernar a perpetuidad, como un fin en sí mismo.