Ahí están las mayúsculas, incrustadas en el comunicado como un cangrejo sobre la arena. Rita Barberá manifestaba hace unos días su “voluntad de NO DIMITIR del Senado”. No se trataba de un discreto aferrarse al escaño, sino de un amplio y sonoro AQUÍ ESTOY VENID A ECHARME SI OS ATREVÉIS.

Sorprende que alguien que siempre ha hecho gala de su casticismo se haya sumado a la moda del sobreuso de las mayúsculas, tic popularizado por los foros, las redes sociales y las secciones de comentarios de los periódicos (“Lo q PASA s q stos FACHAS solo sirven al CAPITAL m dais ASCO”). Sorprende también que sean las únicas palabras que Barberá decidiese destacar, relegando así a un segundo plano a otras supuestamente igual de importantes como “no existir contra mí testimonio directo de incriminación”, “mi baja del Partido Popular” y “servir a mi tierra, que es más que Valencia, porque es España”. Lo de no dimitir se encierra en la torre del castillo, la inocencia y el partido y el amor a España se quedan tiritando tras las almenas.

En realidad, a estas alturas resulta secundario que Barberá deje o no el escaño. Es mucho más importante, en lo bueno, que la policía y el poder judicial se hayan atrevido a abrir una investigación acerca de la financiación ilegal del PP valenciano (no siempre sucede; con CiU se tardó un par de décadas). Y es de esperar que este precedente y la indignación pública que ha provocado sirvan para que algo así no vuelva a suceder. O, siendo un pelín más realistas, para que la próxima vez que suceda se actúe con mayor celeridad.

También es mucho más importante, en lo malo, que la negligencia de Barberá haya contribuido a perpetuar una cultura que distorsionaba la meritocracia y la libre competencia, atravesándolas fatalmente con el imperativo de cercanía al poder. Frente al daño, intangible pero sumamente real, que esto provoca en la sociedad, la presencia de Barberá en una cámara semi-irrelevante casi resulta una anécdota. E incluso hay una cierta frivolidad en esa fijación sobre la renuncia al escaño, como si el problema fuera de nombres y no de estructuras. Lo hemos visto en la actitud reciente del PSOE, escudado en las dimisiones de Chaves y Griñán para evitar una crítica mayor a los sistemas clientelares que condujeron al escándalo de los ERE.

Lo que de verdad importa en la no-dimisión de Barberá es que nos vuelve a mostrar la incapacidad del ser humano para salir airoso de un contacto prolongado con el poder. Es la versión altisonante de lo que, por otra parte, llevan tiempo deletreando Rajoy y Sánchez, aferrados al cargo como si al otro lado solo estuviese la Nada del existencialismo, y no la reencarnación de las puertas giratorias.

Barberá supone, así, el enésimo recordatorio de que hay algo en el poder que deforma a las personas, que las va asemejando a aquellos malos caricaturescos de las novelas de Dickens, o a los antihéroes de las tragedias de Shakespeare: Barberá como un Scrooge de su escaño, como un Rey Lear que vagara por los pasillos del Congreso quejándose de la ingratitud de sus vástagos. Por muchos siglos que llevemos dándole vueltas, al final siempre constatamos lo mismo: que los seres humanos somos minúsculos ante las mayúsculas del poder.