Agosto se desinfla como un globo, y en unos días estaremos enseñándonos fotos en el móvil de los sitios a los que fuimos durante las vacaciones. En la oficina se oirán las voces de los que se marcharon lejos y han vuelto para contarlo: fuimos a Italia, estuve en Grecia, Perú es increíble, no sé cómo acabé en Mozambique, ¿en Mozambique? sí tía, me liaron. Pero vale la pena pensar en por qué todo lo que enseñaremos tendrá que ver con el pasado; por qué mostraremos la foto de las pirámides y no la de aquel Starbucks donde estuvimos un par de horas utilizando el wifi.

El turismo muestra hasta qué punto nuestra idea de lo que es conocer mundo está centrada en el pasado. Si vamos a Italia entramos en iglesias; si vamos a Sri Lanka cogemos la lanzadera al templo budista. Donde los vestigios del pasado no están al aire libre, entramos a buscarlos en museos o nos los imaginamos entre pedruscos romanos, mayas, egipcios, druídicos. Y cuando no hay un edificio a mano nos subimos a algún dromedario, reservamos hora para los derviches. Nuestro turismo cultural es, casi siempre, una arqueología visual, un voyeurismo de anticuario.

Nada de esto es malo en sí: además del placer estético que pueden conceder, los restos del pasado nos permiten imaginar tiempos y sociedades distintos a los nuestros. Nos dan una idea de lo abrumadoramente densa que es la historia de la humanidad. Pocos ejercicios mentales oxigenan tanto. Pero hay algo de miopía en esta mirada que sólo va hacia atrás; hay algo extraño en que nos parezca más genuino el monje budista que la adolescente coreana que tararea esta horrible canción… que ya lleva 170 millones de visitas.

Sospecho que los turistas nos centramos en el pasado en vez de en el presente porque éste está profundamente globalizado, y por lo tanto creemos conocerlo vayamos a donde vayamos. Pero esto nos lleva a soslayar la realidad cultural de los sitios que decimos haber conocido. Apuesto a que el tipo que vende las figuritas de jaguares en Teotihuacán se siente menos interesado por lo que le rodea que por el vídeo de reggaetón que está viendo en el móvil. Igual que a muchos chavales en Madrid les importará más la arquitectura del Burger King de Princesa que la del Palacio de Oriente. Conocer mundo también es aceptar esto.

Y en todo caso no estaría de más algo de perspectiva histórica: somos testigos de una época única, en la que la globalización estadounidense ha ido imponiendo una tupida homogeneidad en todo el planeta. Que nos guste o no el modelo económico que ha dado pie a esto es, en realidad, irrelevante: el Egipto antiguo no era precisamente un paraíso socialdemócrata, y las pirámides siguen siendo un fenómeno fabuloso.

Así, desde el punto de vista de la cultura popular, nunca ha sucedido nada igual a lo de las últimas décadas. Porque no es normal que haya críos con mochilas de la Patrulla Canina en Seúl y en Corrientes, ni que un tipo en Acra lleve puesta una camiseta del equipo de baloncesto de Cleveland. Que haya Starbucks en Yakarta es todo un fenómeno histórico que no debería dejar de asombrarnos. Y en todo caso la homogeneidad de la cultura de la globalización es engañosa: Historias del Kronen tenía mucho de Nirvana y de American Psycho, pero también tenía mucho de un país que quería ser moderno y normal… o lo que en aquel entonces entendía, dadas su historia y su cultura, que era ser moderno y normal.

La modernidad estadounidense, en fin, ha generado toda una serie de versiones locales, de conductas híbridas, que son igual de genuinas, y probablemente más populares, que los restos del pasado. Quizá el próximo verano valga la pena hacerles también una foto.