Hace 20 años, qué barbaridad, que conocí a Cayetana. Su futuro marido, 'Joaco' Güell, me dijo que tenía una novia que acababa de graduarse en Oxford y a la que le gustaría probar en el periodismo. La recibí, más por quedar bien con él, que por otra cosa. En lo último que pensaba era en contratarla y, sin embargo, es lo que hice, sobre la marcha, tras una hora de conversación.

Ilustración: Tomás Serrano

Ilustración: Tomás Serrano

En mis 40 años como director nunca me ha causado tan buena impresión intelectual una persona que me haya pedido trabajo. Las cualidades que hasta sus más acérrimos detractores reconocen, ya brillaban en aquella joven aprendiz de periodista. Cayetana tiene a la vez la capacidad de percepción y síntesis que le permite entender con rapidez cuestiones complejas y la elocuencia para traducirlas en argumentos impactantes, mediante el lenguaje oral o escrito.

La brillantez de Cayetana no es fruto del ingenio o de la ocurrencia, sino de una inteligencia educada en la lectura, el estudio y el arte de la oratoria. No en vano, John Elliott la considera una de sus alumnas predilectas, tal y como pude comprobar, años después, en un apasionante almuerzo en el domicilio campestre del gran hispanista británico.

La idiosincrasia, más liberal que conservadora, más británica que meridional, más calvinista que católica, de Cayetana ya emergía de manera inequívoca cuando llegó a El Mundo. Su sentido elitista de la vida, la radicalidad en la defensa de sus ideas y su limitada capacidad de compromiso, también.

Eran características mucho más adecuadas para el periodismo que para la política y encajaron muy bien en el que entonces era un diario centrista, extraordinariamente plural, que anteponía el talento a casi cualquier otra consideración. Trabajó a mis órdenes durante más de seis años, la mayor parte de ellos en la sección de Opinión. Nunca tuvimos un problema. Todo lo contrario, daba gusto leerla.

Más liberal que conservadora, más británica que meridional, más calvinista que católica

Si el debate interno era la clave de la vitalidad de aquella redacción, la sección de Opinión era su quintaesencia. Con Pedro G. Cuartango como jefe y periodistas tan notables y diversos como Lucía Méndez, Vicente Ferrer o Eduardo Suárez, trabajando codo con codo junto a Cayetana, aquel grupo fue capaz de marcar la agenda del debate político, desde una perspectiva regeneracionista que nunca dejó de ser poliédrica.

Cuando Cayetana escribía editoriales -y escribió muchos- reflejaba con lealtad y armonía la opinión del periódico. Cuando firmaba sus propias columnas, hablaba con voz propia, sin morderse la lengua, ni respetar ningún tabú. Era incisiva, inconformista y provocadora. Se sentía cómoda escribiendo a contracorriente y no dejaba a nadie indiferente. No pretendía gustar, sino agitar y persuadir.

Recuerdo que, poco después de llegar al poder, Zapatero me dijo que quería conocerla para saber si de verdad pensaba las cosas “tan terribles” que escribía sobre él. Yo hice de intermediario y la invitó a tomar café a la Moncloa. Fue un absoluto fracaso. Al terminar, ella me dijo que el presidente le había parecido “un horror” y Zapatero me llamó para comentar que le había impresionado por su impermeable “dureza”. No tanto en el sentido ideológico, como de actitud vital.

Me hubiera gustado estar delante, mientras Zapatero desplegaba, camaleónicamente, su amabilidad congénita y ella se cerraba en banda, impertérrita ante los cantos de sirena de un político al que consideraba nocivo para el futuro de la que ya sentía como su nación, pese a no tener aún la nacionalidad. Pocas veces he conocido dos personalidades tan antagónicas.

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Cuando fundamos EL ESPAÑOL, ofrecí a Cayetana una columna y volvería a hacerlo, dentro del amplio espectro que ya articula nuestro periódico, si se pusiera a tiro. Lo que jamás haría, y se lo dije a Pablo Casado cuando cometió ese error, sería nombrarla mi portavoz.

En el momento en que da la cara, Cayetana sólo puede ser portavoz de sí misma. Es tal su individualismo, tan fuerte su ímpetu en la defensa de aquello en lo que cree, que nunca podría representar a un partido con disciplina interna. Incluso si sólo lo formaran ella y otro afiliado.

No es un problema de ambición o afán de protagonismo, en el sentido habitual del término. Cuando dio el salto a la política, Cayetana lo hizo en un puesto modesto -jefe de gabinete- de un político caído en desgracia, como lo era Acebes. Rajoy ya le había puesto la proa como secretario general del PP y la izquierda seguía pasándole la factura del 11-M.

Pero ella creía en su calidad humana y su patriotismo honesto, curtido en la lucha contra ETA. A la hora de seguir su vocación, antepuso la coherencia a cualquier cálculo de futuro.

En el momento en que da la cara, Cayetana sólo puede ser portavoz de sí misma

No es de extrañar que, ya como diputada, tarifara con la abulia de Rajoy, siendo la única voz disidente en los órganos directivos de un partido que dilapidó su mayoría absoluta y labró su ruina. Más sorprendente, pero muy significativo, fue lo efímero de su paso por la Dirección de Relaciones Internacionales de FAES, en plena sintonía ideológica con Aznar y con todas las oportunidades y conexiones para dar esa “batalla cultural” que ahora tanto prioriza.

Cayetana intentó convencer a Aznar de que regresara a la primera línea, con ella como escudera. Cuando el expresidente, más allá de algún que otro movimiento “defensivo”, como la famosa entrevista de Antena 3, renunció a dividir al PP, mediante una guerra civil frente al sucesor por él designado, Cayetana buscó otra plataforma más vinculada a la acción directa. Fue entonces cuando se convirtió en líder fáctica de Libres e Iguales y descubrió algo mucho más parecido al periodismo que a la política parlamentaria: el activismo social.

Fueron los años de las grandes representaciones escénicas contra el procés. Del acto fundacional de Bellas Artes en septiembre del 14, en el que Cayetana ofició de pausada vestal blanca sobre fondo negro, con coreografía y dicción de Boadella, a la memorable manifestación de “casi un millón” de constitucionalistas en octubre del 17, en la que hizo de báculo y escolta del Nobel Vargas Llosa por las calles de Barcelona. Fue la apoteosis de su poder, o más bien influencia, sin responsabilidad ejecutiva alguna.

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Cayetana es, por encima de todo, una activista de primer orden. De las que van a por todas. No busca caer simpática sino cambiar el mundo o, por lo menos, cambiar España. Y, al ser consciente de la desmesura de su propósito, su conducta está impregnada a la vez de un sentimiento “heroico” -una de sus palabras favoritas- y de un fatalismo imperturbable.

El vigor de sus batallas contra el separatismo y los populismos, su brío con la pluma y la palabra, la convirtieron en un fichaje rimbombante cuando el PP presentó su nueva alineación. En lo que se equivocó Casado fue en el puesto en el que la colocó en el campo. Incluso un texto tan favorable a ella como la última ‘lista’ de Cristian Campos, alentaba el debate sobre “si la posición de Cayetana debería ser la de portavoz”. Evidentemente, no.

Habría sido una excelente Secretaria de Formación y Programa o de Acción Electoral y, por supuesto, una magnífica lideresa para la Fundación del partido. El puesto de portavoz no sólo requiere diluir el ‘yo’ en ese siempre incómodo, ambigüo y transaccional ‘nosotros’, sino desplegar un continuo tacticismo, dentro de un diseño estratégico compartido. En eso consiste el parlamentarismo: en supeditar siempre lo ideal a lo conveniente.

No busca caer simpática sino cambiar el mundo o, por lo menos, cambiar España

A Cayetana le faltaban dos cualidades imprescindibles para hacer bien ese trabajo: flexibilidad y empatía. Por eso su capacidad de interlocución con sus adversarios era tan baja -el desdén con el que rechazó el “café” conciliador de Carmen Calvo lo prueba- y por eso estaba tan aislada dentro del partido y el propio grupo parlamentario. Los reproches de tibieza al PP vasco o la petición de perdón en nombre del PP catalán, tan humillante para sus antecesores, indican que, en cierto modo, estaba haciendo una enmienda a la totalidad a la frágil condición humana. O mejor aun, a su vulgaridad.

La aristocracia de Cayetana no está en su título nobiliario sino en su manera redentora de mirar a la sociedad. Ahí radica su drama: ella clama por una sociedad de “ciudadanos libres e iguales” en un país en el que pocos anhelan otra libertad que la de elegir algo más desahogadamente sus cadenas y casi todos pretenden ser ‘más iguales’ que sus prójimos.

Quien piense que Cayetana puede terminar en Vox es que ni la conoce, ni siquiera la ha escuchado. Su ideal emana del racionalismo y de las Luces y, por contradictorio que parezca, es intransigentemente democrático. Jamás va a pasar por la vergüenza ajena de convivir con la demagogia populista de los agitadores de sainete. Si ya le ha costado jugar en equipo con un PP europeísta y cosmopolita, como para hacerlo con los aislacionistas xenófobos de Vox.

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La situación en el grupo parlamentario era insostenible. Muy pocos entendieron su derrape el día que llamó a Pablo Iglesias “hijo de terrorista”, cuando su bancada tenía acorralado a Grande Marlaska. Era hacerle un quite gratuito al Gobierno y encima con un fundamento endeble.

El episodio dejó en evidencia su falta de planificación o escasa visión de conjunto. Como tantas veces nos pasa a los periodistas, Cayetana se perdió por un buen titular. (Las posibilidades que especialistas en la doctrina del TC conceden a su anunciado recurso de amparo frente a la decisión de Meritxel Batet de eliminar su expresión del Diario de Sesiones son, por cierto, al margen de su oportunidad política, entre cero y ninguna).

Quien piense que Cayetana puede terminar en Vox es que ni la conoce

Más que un grupo, Cayetana manejaba una camarilla. “A la mayoría ni nos dirigía la palabra, a veces ni siquiera nos miraba”, explica una solvente y avezada diputada. “Sólo contaba con un núcleo muy pequeño de incondicionales”. Y con Génova la relación estaba rota. García-Egea representaba para Cayetana todo lo que ella no quería ser y, en cierto modo, detestaba: un factótum político. Porque, en el fondo, Cayetana -como tantos españoles, pero por motivos diferentes- alentaba la fantasía épica de una política sin políticos profesionales. Algo así como una orden de caballería movida sólo por los nobles valores de la custodia del grial de la Nación constituida y constitucional.

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Lo extraño no es que Pablo Casado la haya sustituido por alguien como Cuca Gamarra, que representa el envés de la moneda -al jugar siempre “con el equipo de casa”, como decía Martín Villa de Cascos-, sino que haya tardado tanto tiempo en hacerlo. Nadie podrá alegar que no ha sido paciente. Incluso la reunión del lunes empezó como una simple llamada al orden –“No me puedes seguir pidiendo que sea vicepresidente de Sánchez, cuando eres la portavoz del grupo”- y sólo desembocó en la catarsis cuando Cayetana proclamó la “incompatibilidad” entre el ejercicio de su “libertad” y “el sentido de la autoridad” de su jefe.

Comprendo la estupefacción de Casado. Hace muchos años viví una situación parecida cuando un jefe de opinión del primer periódico que dirigí pretendía escribir, en mi nombre, lo contrario de lo que yo pensaba.

Aunque los “hooligans” de la derecha ya hablan de la “traición” de Casado, ésta no es la historia de Perseo cortando la cabeza de una Medusa rubia. Cualquiera diría que Cayetana buscaba su martirio, como prueba del inexorable crepúsculo de los dioses que en nuestra España adocenada aguarda a la heroína que se sale de los moldes para luchar a brazo partido contra las furias del averno; y que, al trasladar su patíbulo al pie de la escalinata del Congreso, para identificar y refutar cada uno de los supuestos cargos inquisitoriales contra ella, protagonizó su peor hora.

Lo extraño no es que Pablo Casado la haya sustituido por alguien como Cuca Gamarra sino que haya tardado tanto tiempo en hacerlo

Una cosa es que las cámaras de televisión fueran, a su entender, requisito imprescindible para el café con Carmen Calvo, y otra que una conversación privada de casi tres horas, que se desarrolló cordialmente y terminó con “recuerdos a Isa”, debiera ser vertida en una enardecida crónica de urgencia, a beneficio de parte. De repente, sin solución de continuidad, la Doncella de Orleans, con su armadura bruñida por los ángeles, se había convertido en agresivo testigo de cargo contra el rey cuya causa justa el cielo le había enviado a defender.

Fraga solía decir de Felipe González que “sólo acierta cuando rectifica”. En el caso del líder del PP sobra el adverbio, pero Casado ha sentado las bases del acierto al rectificar sobre la marcha. Que de la crisis salga un PP más unido y “ensanchado”, capaz de navegar entre la Scyla de la “crispación” y la Caribdis de la “sumisión a la izquierda” -como propuso en su atractivo discurso del jueves- depende de él.

Clarificar la absurda situación enquistada era necesario, pero no suficiente. Es cierto que Cayetana era “indomable”; pero si Casado quiere ser “imbatible”, necesita ejercer a diario un liderazgo integrador. No mediante una exuberante floración de portavoces, sino a través de una dirección clara y sin balbuceos, en la que su personalidad encauce a las demás, enlazando el hoy con el ayer, tanto a la hora de la confrontación como a la del pacto. Cualidades no le faltan, es la hora de ejercerlas.

Acabaré con una coda en clave de patria chica. No anticipemos acontecimientos porque quedan muchos meses de cuesta muy empinada. Pero quién sabe si, ahora que ha ascendido el Logroñés, Espartero ya tiene su sello de correos y no hay dos sin tres, resulta que, a la vez que ha perdido una marquesa, Pablo Casado ha encontrado en esta riojana suaviter in modo, fortiter in re, a la que todos llaman Cuca, su inesperada nueva Duquesa de la Victoria.