El clérigo chiíta iraquí Muqtada al-Sadr habla tras el anuncio de los resultados preliminares de las elecciones parlamentarias iraquíes.

El clérigo chiíta iraquí Muqtada al-Sadr habla tras el anuncio de los resultados preliminares de las elecciones parlamentarias iraquíes. Reuters

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Cómo EEUU ha pasado de querer matar a Muqtada al-Sadr a apoyarlo como presidente de Irak

Al-Sadr, clérigo chiita, es un convencido de la ley islámica y está dispuesto a aplicarla allá donde pueda.

2 enero, 2022 01:42

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Parte del éxito de Sadam Hussein durante sus veinticuatro años de presidencia (más otros cuantos en los vértices del poder) fue convencer incluso a sus enemigos de que el mensaje nacionalista iraquí era el correcto. Por supuesto, Sadam era musulmán y por supuesto llamó en muchas ocasiones a la unidad islámica cuando así le convenía. Pero, en el fondo, la religión era su gran enemigo.

Si existe un poder por encima del poder temporal, si existe incluso una ley por encima de la ley del dictador, ese dictador está perdido. La lucha de Sadam contra el islamismo fue furibunda. No sólo en el momento en el que decidió enfrentarse a Irán y sus ayatolas en una guerra de nueve años, sino a la hora de reprimir con dureza cualquier deriva interior en parecido sentido.

Pongamos el ejemplo del nuevo presidente Muqtada Al-Sadr, refrendado esta semana por los tribunales iraquíes como vencedor de las pasadas elecciones. Al-Sadr, clérigo chiita que ha creado incluso su propia "variante", el sadrismo, es un convencido de la ley islámica, está dispuesto a aplicarla allá donde pueda, y lleva casi veinte años creando escuelas por todo el país en las que educar a los niños en las enseñanzas de Mahoma. Su familia fue duramente perseguida por Sadam Hussein: las fuerzas policiales mataron a su suegro, el Ayatola Muhammad Baqir Al-Sadr, en 1980, y mataron a su propio padre, considerado el gran mártir del sadrismo, en 1999.

Estos antecedentes podrían haber hecho de Muqtada Al-Sadr un enemigo feroz de Sadam, buscando venganza y apoyando a cualquiera que se le enfrentara. Podrían haberle hecho coquetear con la República Islámica de Irán y abrazar los movimientos terroristas islámicos. Sin embargo, y contra todo pronóstico, no fue así. Básicamente, Al-Sadr, sin dejar de lado su fervor religioso, lleva veinte años como máximo representante de ese nacionalismo extremo que tanto había pregonado el propio Sadam.

Para entender a Al-Sadr y para entender sus giros en el tablero geopolítico hay que verlo como lo que es: un clérigo fanático, sí, pero un hombre con un alto sentido de la patria. En 2003, cuando las tropas aliadas bajo mando estadounidense entraron en el país, Al-Sadr se opuso con todo lo que encontró a mano: discursos, organizaciones clandestinas… y ataques terroristas. Ataques no en nombre de Alá, sino en nombre de Irak. El 4 de abril de 2004, un grupo formado por parte de sus fervientes devotos atacaron ferozmente la base española de Al Andalus en la ciudad iraquí de Nayaf.

Su anti-americanismo virulento no era sólo producto de un enfrentamiento cultural, sino que era, básicamente, la oposición a una ocupación militar. El enemigo de Sadam se convirtió también en su enemigo al considerarlo enemigo de algo más grande: el Islam, pero por encima de todo, Irak. 

De enemigo público a aliado contra el ISIS

El poder de las milicias de Al-Sadr fue tan lejos a mediados de los 2000 que la administración Bush decidió matarle. Ahora bien, matar no es tan fácil. No a alguien que, por entonces, era una especie de deidad en las calles de los barrios pobres de Bagdad, especialmente en los suburbios renombrados Sadr City, no ya en homenaje al clérigo, sino al padre ajusticiado.

Ante la dificultad de encontrar a Muqtada entre tantos escondrijos y, considerando que buena parte del trabajo estaba hecho al haber capturado y puesto ante la justicia a Sadam Hussein, Estados Unidos acabó renunciando a su objetivo de asesinar al líder terrorista y, con el tiempo, renunció incluso a influir en la política del país: en 2011, las tropas estadounidenses se retiraron por completo del país, meses después de que Osama Bin Laden fuera asesinado en Pakistán.

Lo que siguió fue una continuación de la guerra civil que ya llevaba años asolando a un país con demasiadas etnias, demasiadas tribus y demasiadas facciones religiosas. Una guerra civil que culminó en 2014 con la consagración del llamado "Estado Islámico de Irak y el Levante", un grupo militar de tendencia yihadista y confesión suní que se hizo con buena parte de los territorios del país.

Fundado en 1999 por el jordano Abu Musab Al-Zarqawi, el Estado Islámico pretendía unir a todos los territorios y todos los ciudadanos musulmanes en un solo Califato. Su éxito en Siria y en Irak se propagó por el resto de países vecinos y se consolidó incluso en África. Sus terribles acciones terroristas han asolado Europa y Estados Unidos durante los últimos siete años.

Muqtada Al-Sadr compartía muchas cosas con el Estado Islámico, pero, de nuevo, difería en lo principal: de entrada, él era chiita, no suní. Los chiitas son el grupo dominante en Irak y siempre lo han sido. También lo son en Irán. Los suníes representan una minoría muy localizada en la zona de Tikrit. Sadam Hussein, por ejemplo, era suní. Un suní que pretendía dominar un país de chiitas, de ahí que la religión fuera un terreno tan pantanoso para él.

Al-Sadr, junto a otras figuras relevantes políticas y religiosas del país, se enfrentó a lo que consideraban una nueva influencia saudí, donde el sunismo es mayoritario. Y, sobre todo, se enfrentó al concepto mismo del Califato. Mustaqa no creía en un Califato, creía en Irak, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera por defenderlo.

Occidente, ante la elección de "susto o muerte"

La guerra contra el Estado Islámico y su expulsión definitiva del país ha sido la gran batalla de los últimos siete años en Irak. Dicha guerra ha creado extraños compañeros de cama. La administración Obama y, posteriormente, la administración Trump (aunque con menos entusiasmo, porque Trump siempre vio cada dólar invertido en fronteras ajenas como un dólar perdido), se volcaron con nuevas tropas y ataques estratégicos para defender el gobierno de Haider al-Abadi, un viejo aliado de los tiempos de la ocupación, que luchaba por mantener la independencia del estado frente a las milicias terroristas.

Y en esa alianza entró, sin mucho entusiasmo, casi por pura necesidad, Al-Sadr. Desde luego, no iba a dejar caer a su país en manos de suníes internacionalistas. Al-Sadr y sus propias milicias ayudaron en la guerra civil y, poco a poco, la diplomacia estadounidense empezó a entender a este fanático, incluso empezaron a verle como un posible interlocutor. No un amigo, que eso es otra cosa, sino alguien con quien puedas al menos mantener un diálogo coherente basado en un objetivo común, que, básicamente, era alejar al ISIS de Bagdad… y ahora es alejar a los iraníes, cuya influencia en la política iraquí se ha disparado en los últimos años.

Si Arabia Saudí sigue siendo el centro religioso de los suníes, Irán lo es de los chiitas. Como todo el mundo sabe, desde hace cuarenta y tres años, Irán y Estados Unidos no se llevan demasiado bien. Todo lo que sea una excesiva influencia del gobierno de Ebrahim Raisi sobre sus vecinos siempre va a alertar a la inteligencia americana. Es normal que así sea. Por eso, el triunfo de Muqtada al-Sadr en las elecciones de octubre y su refrendo por los tribunales la última semana de 2021 ha sido recibido con tanto entusiasmo en Occidente. El mayor instigador contra las tropas invasoras de 2003, convertido dieciocho años después en el garante de algo parecido al orden.

Un país inestable

Su principal rival para formar gobierno será Fatah, la organización dirigida por el pro-iraní Haidi al-Amiri. De hecho, Fatah fue quien mandó el resultado de las elecciones a los tribunales, después de perder hasta dos tercios de sus representantes. El problema con el que se va a encontrar al-Sadr es que su mayoría es muy exigua.

De los 329 escaños del Parlamento, su partido apenas ha conseguido 73. Necesita de muchas combinaciones para poder elegir un primer ministro de su gusto y para poder legislar con un mínimo de libertad. De hecho, los Estados Unidos temen que, después de todo, opte por incluir a partidos subvencionados por Irán en el gobierno, incluso en ministerios clave.

Irak es ahora mismo una olla a presión. No solo tiene a un populista ultrarreligioso en el poder, sino que la desconexión entre políticos y ciudadanos es inmensa tras los continuos episodios de corrupción del gobierno de Mustafa al-Kadhimi que derivaron en unas protestas masivas en 2019. Ahora mismo, el Parlamento es una colección de pequeños partidos, liderados por figuras más o menos carismáticas provenientes de esas protestas. En las últimas elecciones, solo el 41% de los iraquíes acudió a las urnas, la cifra más baja desde la caída en desgracia de Sadam Hussein.

En definitiva, el país se ha convertido en un caramelito para la injerencia ajena y ahí están Estados Unidos e Irán intentando meter el cazo. Conscientes de sus limitaciones, los americanos se contentan con Al-Sadr porque consideran que así se garantizan las tablas. Hace quince años querían matarlo y ahora quieren negociar con él y lo fían todo a su nacionalismo. Mientras consiga mantener Irak unido, independiente y chiita, todo estará bien. Si empieza a dar tumbos -nada descartable- todo se complicará. Ahora bien, en tan difícil elección, mejor esto que al-Amiri. O eso quiere creer todo el mundo.