El presidente de Rusia, Vladímir Putin

El presidente de Rusia, Vladímir Putin Reuters

Europa

Putin advierte a Occidente de que "si deja de enviar armas, Ucrania sólo tendrá una semana de vida"

La intención de Moscú continúa siendo la de tomar todo el país a pesar de los constantes rebeses en la línea de frente. 

7 octubre, 2023 03:27

"La así llamada guerra de Ucrania no es un conflicto territorial, sino el intento de Rusia de sentar los principios para un nuevo orden mundial multilateral (…) La ONU y la ley internacional actual están desfasadas y deben ser demolidas". Así se expresaba el presidente ruso Vladimir Putin en el XX Club de Discusión Valdai celebrado el pasado jueves en la región de Novgorod, junto al lago que da nombre a la ciudad que lo alberga.

Un nuevo orden sin leyes, sin organizaciones supranacionales y en el que los imperios vuelvan a proliferar y a enfrentarse entre sí buscando la supremacía del más fuerte. Lo que propone Putin en 2023 viene a ser más o menos una vuelta a los siglos XVII y XVIII, los del supuesto esplendor ruso bajo los reinados de Pedro I y Catalina la Grande, solo que con una nomenclatura distinta. Por ejemplo, la propia palabra "imperio" quedaría desterrada en favor de la de "estado-civilización", el término usado por Putin en su conferencia.

¿Qué es exactamente un estado-civilización? Se entiende que un estado que no solo busca la agregación de naciones y culturas, sino que pretende uniformar todo su entorno bajo unos mismos valores. No sería solo un imperio geográfico, sino un imperio cultural, por así decirlo. Y la única manera que encuentra Putin de conseguir lo segundo es mediante lo primero, es decir, a través de la conquista de territorios donde luego imponer los hábitos.

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Básicamente, es la misma idea del nazismo y su "Reich de los mil años". Un estado definido por las esencias -a Putin, por ejemplo, Odesa le parece "demasiado judía", lo que viene a implicar que ya se encargará de "desjudificarla" cuando termine de "desnazificar" el resto de Ucrania- y no por las leyes. Ser ruso no constituiría un concepto legal, basado en la ciudadanía, sino una forma de entender el mundo desde valores religiosos y morales que parecían haber quedado atrás.

El peligro del ejemplo báltico

Esta vuelta a los orígenes zaristas no es ninguna sorpresa, por supuesto, pero no deja de aterrar que el líder de la principal potencia nuclear la abrace públicamente. Las aspiraciones de Putin no se quedan en lo militar, sino que van más allá: su misión es evitar que Ucrania se "occidentalice", que caiga en la supuesta decadencia de los bárbaros de la Unión Europea o de la OTAN, como ya han hecho los países bálticos, Finlandia e incluso Polonia, una de las grandes obsesiones rusas a lo largo de los siglos.

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Lo que Putin llama "agresión occidental" no es más que la adopción de unas costumbres distintas y de una mentalidad que aleja a estos países de su supuesta "madre patria". La homosexualidad, el respeto a la diversidad, el pacifismo o incluso el consumismo se presentan por parte de la propaganda del Kremlin como un virus que hay que evitar que se introduzca en la sangre rusa, ignorando que la actual Rusia está construida a partir del comercio de materias primas y las inversiones de los oligarcas, con sus yates y sus excesos repartidos por todo el mundo.

Lo peligroso del pensamiento de Putin no es solo que nos recuerde tiempos terribles, sino que se reproduce por todo el planeta. Este mismo jueves, mientras Putin desbarraba en Valdai, Trump afirmaba que había que acabar con la inmigración ilegal en Estados Unidos, pues esta "envenenaba la sangre del país". Sangre, bandera, esencias, uniformidad… nacionalismo, en definitiva, de nuevo en auge en Occidente tras casi ochenta años fuera de la ecuación.

¿Una semana de vida?

Lo que nos lleva de nuevo a Ucrania. Efectivamente, Putin cree estar librando en Ucrania una especie de "guerra santa" frente a la impureza occidental, representada en un político -Volodimir Zelenski- europeísta, ajeno a las élites prorrusas y de origen judío. La pesadilla de todo supremacista. Es complicado pensar que, desde el inicio, su intención no fuera hacerse con todo el país -es decir, no conformarse con la Novorossiya, de Járkov a Odesa, y mucho menos con reforzar el Donbás y el norte de Crimea- y "convertirlo". Afortunadamente, no midió bien sus fuerzas.

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Nada hace indicar que eso haya cambiado. En otra de sus frases estrambóticas del pasado jueves, Putin quiso dejar claro que, sin la ayuda de Occidente, "a Ucrania le queda una semana de vida". Eso casa muy mal con los discursos conciliadores de los enamorados de Putin en Europa y Estados Unidos, especialmente activos en las últimas semanas. Generalmente, los Trump, Orban o DeSantis de turno aseguran que el cese de ayudas a Ucrania serviría para "negociar una paz". Putin les deja claro con estas palabras que no, que llevaría directamente a su destrucción como estado.

Ahora bien, eso no tiene por qué ser verdad. Los casi veinte meses de guerra nos hacen olvidar que, al principio, quien resistió la ofensiva rusa fue el propio ejército ucraniano. Por supuesto, después, las armas occidentales han servido para, primero, detener el avance ruso y, a continuación, facilitar la liberación de buena parte de Járkov y Jersón… pero quiénes pararon en primer lugar a los rusos fueron los propios ucranianos, con sus escasos medios y ante un ejército que, en aquel momento, estaba en mucho mejor estado.

Si las ayudas militares a Ucrania desaparecieran, como dice Putin, quedaría un país mucho más y mejor armado que en febrero de 2022, mucho más unido y mucho más resuelto a resistir. Del otro lado, quedaría un estado entregado al fanatismo, con cientos de miles de muertos ya a sus espaldas, conflictos internos de difícil solución y una estructura bélica destinada casi en exclusiva a la defensa de los territorios ocupados. Pensar que Rusia puede acabar con Ucrania en una semana es vivir en otro mundo, pero uno no puede ir de "estado-civilización" por la vida y a la vez reconocer las enormes limitaciones de la Rusia actual en tantísimos aspectos. Sería un contrasentido. La propaganda tiene que seguir funcionando, especialmente si sigue habiendo gente que se la cree.