Un grupo de estudiantes se manifiestan con folios blancos en Urumqi, en Pekin.

Un grupo de estudiantes se manifiestan con folios blancos en Urumqi, en Pekin. Reuters

Asia

Por qué Xi Jinping no puede permitir que la 'revolución de los folios en blanco' sea su Tiananmén

Estas protestas llegan en un momento donde China se consolida como gran alternativa al poder occidental ante el empeño autodestructivo de Putin.

29 noviembre, 2022 03:05

Casi 40.000 contagios diarios tienen la culpa. Cada mañana, se publican en China los datos del día anterior y cada nueva cifra supera a la anterior. En tres años de política de 'Cero-Covid', nunca se había visto nada parecido, por mucho que los números nos parezcan irrisorios en occidente y más aún en España, donde se llegaron a superar los 150.000 nuevos casos al día con una población treinta veces menor. A los contagios, como viene pasando desde el primer día, con esas imágenes de Wuhan convertida en una película de terror, le siguen las restricciones… y a las restricciones, una mezcla de tragedia y hartazgo.

Justo en el momento en el que Xi Jinping vive su apogeo político tanto en clave nacional -victoria aplastante en el XX Congreso del Partido Comunista Chino- como internacional -figura clave y referencia en la reunión del G20-, las mismas medidas que le ayudaron a recordar al ciudadano medio quién manda en el país -el Partido-, le están metiendo en un lío de difícil salida.

El incendio de un edificio en cuarentena la pasada semana en Urumqi, capital de la región de Xinjiang, ha sido la gota que ha colmado el vaso de la paciencia civil. Desde entonces, las protestas se han multiplicado en Guangzhou, Shanghai, Chengdu, Wuhan… y, por fin, este mismo domingo, Beijing.

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En un país donde la protesta civil está prohibida y todo descontento ha de canalizarse mediante trámites burocráticos, la imagen de centenares de chinos agitando papeles blancos y pidiendo libertad es ciertamente chocante. Peligrosa, incluso, pensarán con toda probabilidad los dirigentes del PCCh, con Xi a la cabeza. Tres años de restricciones deberían haber servido para vencer la resistencia de los más individualistas, los que quieren un país más abierto y con más libertades. Sin embargo, el efecto ha sido el contrario: de tanto ver cómo el resto del mundo va en una dirección y China se empeña, sin razón aparente, en seguir matando moscas a cañonazos, la población al final ha estallado. O una importante parte.

El miedo y la gratitud

Todo estado autocrático basa su poder en una mezcla de miedo y gratitud. Esto lo explicó George Orwell de maravilla en “1984”. El ciudadano cede su libertad porque teme la represión y acaba automatizando un sentimiento de gratitud hacia el estado porque este le provee de todo lo básico para su subsistencia. Ahora bien, si una de estas dos patas cojea, el estado va a tener problemas y va a tener que reforzar la otra. Puede que en algún momento el ciudadano chino se sintiera agradecido por la construcción de hospitales, la adopción de medidas preventivas, el servicio a domicilio de determinados bienes para los confinados, etc. Lo que está claro es que ese agradecimiento ya no es mayoritario.

Cuando miles de personas salen a la calle al grito de “libertad” te has metido en un lío. Una de las cosas que siempre le reprocharon a Deng Xiaoping en 1989, con motivo de las protestas de Tiananmén, fue no actuar a tiempo. Dejar que el virus del inconformismo se convirtiera en una epidemia. Los estudiantes de Beijing intuían un posible aperturismo tras verlo en varios países de Europa del este y daban por terminado el tiempo del comunismo maoísta. Lo que empezó siendo un acto de luto por la repentina y sospechosa muerte de Hu Yaobang, mano derecha de Deng hasta 1986 y máximo exponente del liberalismo en China, se convirtió en una manifestación diaria durante mes y medio, cada vez más populosa, cada vez más difícil de reprimir.

Una fila de jóvenes tapan su rostro con papeles blancos como señal de protesta ante la presencia de los agentes chinos.

Una fila de jóvenes tapan su rostro con papeles blancos como señal de protesta ante la presencia de los agentes chinos. Reuters

Del 15 de abril al 4 de junio, la plaza más famosa de Beijing se fue llenando de colectivos cada vez más difusos. En un principio, los estudiantes, por supuesto, que ya habían protestado en 1987, pero después, los trabajadores perjudicados por las medidas económicas del gobierno, los comerciantes que protestaban por la inflación disparada, los comunistas descontentos con la deriva cada vez más dictatorial de Deng y los que consideraban que Deng se estaba alejando demasiado de Mao. Un pequeño cajón de sastre que se fue convirtiendo en una clara amenaza para el gobierno.

Para cuando Deng se lo quiso tomar en serio, la única solución era sacar los tanques a la calle, encarcelar e incluso disparar a cualquiera que se pusiera delante. Solo la entrada en vigor de la ley marcial pudo parar las protestas, extendidas ya a otras grandes ciudades. Siete meses después, Deng abandonaba su cargo como presidente del país. A la historia pasaría como el hombre que lideró la transición al “capitalismo de estado” que marcaría las presidencias de Jiang Zemin y Hu Jintao… pero también como el sanguinario que ordenó la muerte de unas tres mil personas.

El ejemplo no solo mediático de Tiananmén

Cuando se habla de protestas en China, es inevitable referirse a Tiananmén porque es la gran referencia mediática. Ahora bien, es poco probable que Xi Jinping deje que estos movimientos, de momento minoritarios, se conviertan en algo parecido. Xi es un hombre práctico, pero también un hombre cruel. En ese sentido, se parece tanto a Deng Xiaoping que es muy improbable que cometa el mismo error. Sabe que tiene que parar esta “revolución de los papeles blancos” cuanto antes y sabe que para ello debe apoyarse en una de las dos patas de su dictadura: la represión o el agradecimiento.

Un control de covid en una céntrica calle de Pekín.

Un control de covid en una céntrica calle de Pekín. Reuters

Lo segundo podría traducirse en un aligeramiento de las medidas, procurando en lo posible no repetir tragedias como la de Urumqi, es decir, poner un poco de sentido común y no empeñarse en que sea la realidad la que se adapte a la teoría sino al revés. No puede ser que un caso obligue a todos los habitantes de un edificio a encerrarse y no puede ser que los bomberos no se acerquen a tiempo cuando este edificio entra en llamas por cualquier razón. No puede ser que un cambio en tu pasaporte sanitario te deje en la calle, sin posibilidad de volver a tu propio apartamento, acampado en mitad de ningún lado, como estamos viendo en tantas ciudades. Eso es llevar el dogmatismo al límite.

Ahora bien, ¿cómo negociar el dogmatismo? Se trata de una contradicción en términos. Y, lo que es más importante, podría interpretarse como una debilidad. Puede que, sencillamente, Xi esté esperando a que pase la ola de contagios para poder desconfinar de manera ordenada y siguiendo sus propias reglas. Eso llevará un tiempo y es peligroso, porque a esta ola le seguirá otra en algún momento, y el descontento volverá a resurgir, azuzado por la desesperación. Todo hace indicar, pues, que su método tendrá más que ver con la represión, a la que tan acostumbrado está tanto respecto a su población como a los propios órganos del partido y del estado tras diez años ocupando el poder.

Estados Unidos se teme algo

La embajada estadounidense en China publicó este mismo lunes un tuit en el que recomendaba a sus ciudadanos que acumularan provisiones de comida, agua y medicamentos para los próximos catorce días. En otras palabras, la embajada estadounidense se teme algo y no es algo bueno, precisamente. Xi sabe que tiene que parar esto ya si no quiere que se le vaya de las manos. Porque se empieza llorando a diez víctimas de un incendio, se sigue pidiendo libertad frente a los confinamientos y se acaba tomando una plaza exigiendo cambios más drásticos durante un mes y pico.

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En su gran momento de esplendor y justo cuando China se consolida como gran alternativa al poder occidental ante el empeño autodestructivo de Putin, Xi no se puede permitir sacar tanques a la calle. Tampoco los necesita mientras los manifestantes sean unos pocos miles. Si se vuelven a repetir los incidentes, aumentará la represión, pero probablemente sea más sutil, más de servicios secretos y desapariciones sospechosas. Un terror silencioso. Lo contrario sería realmente sorprendente y podría marcar el inicio de una verdadera marejada para el Partido Comunista en China, algo que nadie podría haber siquiera imaginado hace apenas diez días.