La primera ministra de Japón, Sanae Takaichi. Reuters
El nuevo Japón de Takaichi: visados prohibitivos, vigilancia reforzada y residentes extranjeros bajo sospecha
Las tarifas para renovar la residencia se disparan hasta niveles inéditos y los controles administrativos se endurecen en un clima de miedo y con una sensación de desconfianza en que los extranjeros son un objetivo político.
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En las últimas semanas, el Gobierno japonés ha puesto en marcha un endurecimiento migratorio que muchos expertos describen como el más agresivo de las últimas décadas.
Bajo el pretexto oficial de "garantizar la equidad", el Ejecutivo de Sanae Takaichi está aprobando una batería de medidas que elevan tarifas, multiplican los trámites y refuerzan la vigilancia sobre los residentes extranjeros hasta niveles que organizaciones civiles califican de desproporcionados.
Lo que para el Gobierno es una "corrección del sistema", para miles de residentes se está convirtiendo en un mensaje inequívoco: Japón quiere ponérselo más difícil a quienes no son ciudadanos japoneses.
Los cambios hablan por sí solos: el Ejecutivo prevé que las tasas para extranjeros se disparen hasta límites inéditos: 40.000 yenes por una simple renovación de visado y 300.000 yenes por la residencia permanente, en un aumento que no afecta a los ciudadanos japoneses.
A esto se suman nuevas trabas para comprar terrenos, restricciones reforzadas para entrar en el país y un incremento seis veces mayor del capital exigido para el visado Business Manager, que pasa de 5 a 30 millones de yenes, dejando fuera a la mayoría de pequeños emprendedores migrantes internacionales.
Mientras tanto, Tokio prepara multiplicar por tres las tasas aeroportuarias que solo pagarán los extranjeros y acelera rebajas fiscales casi exclusivamente destinadas a la población japonesa. En conjunto, un paquete que, más que un ajuste administrativo, dibuja una frontera cada vez más marcada entre "ellos" y "nosotros".
A pesar del discurso del Gobierno, que justifica el endurecimiento migratorio con un supuesto aumento de fraudes fiscales, impagos de seguros obligatorios o crímenes cometidos por residentes extranjeros, los datos oficiales revelan exactamente lo contrario.
En 2024, la policía detuvo a 12.170 extranjeros —una cifra reducida en proporción al total de arrestos del país y coherente con que los no japoneses representan apenas el 3% de la población—, y el propio Libro Blanco del Crimen muestra que, cuando se comparan tasas ajustadas por número de residentes, los extranjeros cometen menos delitos que los nacionales.
La tasa de detenciones penales entre residentes extranjeros es de 120,2 por cada 100.000 habitantes, frente a los 141,5 por 100.000 de los japoneses: un 15% más baja. Lejos de una amenaza creciente, las cifras dibujan un escenario de criminalidad estable y, en términos proporcionales, incluso algo menor entre los residentes no japoneses.
Tampoco existen datos públicos que sustenten la idea de que los extranjeros residentes incumplen más sus obligaciones fiscales o participan en más delitos económicos.
La Agencia Tributaria Nacional señala que los casos de evasión fiscal enviados a la fiscalía en 2024 —98 expedientes que suman 8.200 millones de yenes— corresponden casi en su totalidad a ciudadanos japoneses con altos ingresos, incluyendo influencers, empresarios y particulares que ocultaban grandes cantidades de efectivo o activos en el extranjero.
Además, los fraudes y delitos financieros representan un porcentaje similar entre extranjeros y japoneses, y los estudios independientes sitúan las tasas de morosidad fiscal entre residentes extranjeros en niveles iguales o incluso más bajos que entre nacionales. La tesis gubernamental de un "problema fiscal con los extranjeros residentes" no encuentra respaldo en ninguna estadística pública.
Sanae Takaichi a su llegada a la residencia que le corresponde como primera ministra en Tokio. Reuters
Ambiente "más tenso"
Expertos en criminología y sociología advierten que el relato del Ejecutivo se apoya en comparaciones sesgadas, mezclando turistas, infracciones administrativas de inmigración o casos aislados, para sostener un fenómeno que los datos no reflejan.
El resultado es una narrativa inflada sobre la "criminalidad extranjera" que distorsiona la percepción pública y sirve de justificación política para aplicar un control más estricto sobre una población que, estadísticamente, no es ni más delictiva ni más morosa que la japonesa.
En lugar de abordar los desafíos reales del país —el envejecimiento acelerado, la caída de la natalidad y la escasez crónica de mano de obra—, el Ejecutivo está alimentando un clima de sospecha que golpea precisamente a quienes Japón necesita para sostener su futuro económico.
Los testimonios recogidos por EL ESPAÑOL —que aceptaron hablar únicamente bajo condición de anonimato y con su nombre modificado, por miedo a posibles represalias laborales o administrativas— muestran que el impacto de este endurecimiento no es una abstracción administrativa, sino una realidad que golpea a miles de trabajadores extranjeros que sostienen sectores esenciales del país.
Linh, una joven vietnamita que trabaja en una fábrica de producción de comida, explica que cada incremento "es un peso enorme para quienes ya vivimos con presupuestos muy ajustados".
Tanto ella como Maria —una mujer filipina empleada en un geriátrico— coinciden en que las nuevas tarifas y obstáculos transmiten un mensaje claro: "No importa cuánto aportemos, siempre estaremos bajo sospecha".
Ambas mujeres denuncian que la narrativa oficial ha creado un clima de inseguridad que se siente en la vida diaria. "A veces parece que no confían en nosotros: cumplimos las normas, pagamos impuestos y cuidamos de la gente mayor, pero seguimos siendo tratados como si fuéramos un problema", lamenta Maria.
Linh añade que las políticas anunciadas están generando miedo incluso a la hora de pedir información en las oficinas de inmigración o consultar dudas legales: "Si fallas en un trámite o no entiendes una carta en japonés, temes que te pongan en riesgo de expulsión. En lugar de integrarnos, nos empujan a vivir con ansiedad constante".
Una preocupación similar comparte Juan, un pequeño empresario mexicano afincado en Tokio desde hace más de 15 años. Considera la deriva del Gobierno japonés abiertamente contraproducente. "Endurecer las políticas migratorias es un error. Japón necesita talento extranjero pero está optando por medidas que castigan a quienes ya contribuimos al país", explica.
Critica que el Ejecutivo pretenda justificar estas subidas recordando que otros países también han incrementado tasas, pero omite que naciones como Canadá, Australia o varios estados europeos acompañan esos costes con programas sólidos de integración: clases gratuitas de idioma, incentivos para empresas que contratan a residentes extranjeros, acceso a becas y créditos, o políticas que facilitan el arraigo.
"Aquí no tenemos nada de eso. Sin apoyo real, muchas comunidades acaban aisladas y con oportunidades muy limitadas", denuncia.
Juan afirma haber notado un cambio social tangible en las últimas semanas, un "ambiente más tenso" hacia los extranjeros, alimentado —según explica— por un discurso político que necesita culpables.
"Se aprovechan de la imagen fácil del extranjero que no se integra para desviar la atención de la crisis económica o del desplome demográfico. Pero los que vivimos aquí somos los primeros en condenar a los influencers extranjeros que hacen tonterías. Eso no representa a nadie", señala.
Para mejorar la situación, pide que Japón actualice sus políticas públicas y cumpla los estándares internacionales en materia de derechos de familia, protección de residentes y programas de integración. "No basta con repartir cheques o subir tarifas: si no atienden las causas reales del problema social, el país solo seguirá perdiendo talento".
El Gobierno insiste en que estas medidas no responden a ninguna deriva xenófoba, sino que son simples "correcciones del sistema" destinadas a frenar supuestos abusos. Pero el endurecimiento llega en el peor momento posible: Japón sufre un envejecimiento acelerado, una natalidad en mínimos históricos y una fuerza laboral que se reduce año tras año.
En estas condiciones, la receta lógica sería atraer talento extranjero, no levantar más muros. Sin embargo, el mensaje que están recibiendo miles de residentes —incluidos los nikkei, descendientes de japoneses que llevan décadas trabajando y pagando impuestos en el país— es exactamente el contrario: cualquier error administrativo o disputa fiscal puede convertirse en una amenaza de expulsión.
Sanae Takaichi este martes en la cámara baja de Japón, durante la votación que la eligió primera ministra. Reuters
El trauma convertido en política
A medida que el discurso oficial sube de tono y las normas se estrechan, crece el riesgo de consolidar una ciudadanía de primera y otra de segunda categoría.
Sociólogos y economistas alertan de que esta deriva puede erosionar la imagen internacional de un Japón que aspira a seguir proyectándose como un país abierto, fiable y esencial en el tablero global. Y parte de esa radicalización del debate migratorio tiene nombre y apellido.
Kimi Onoda, la ministra responsable de la llamada "convivencia armónica" con los extranjeros, se ha convertido en el rostro más visible —y el más beligerante— de este giro.
En una de sus primeras intervenciones públicas no dejó margen para la duda: alertó sobre "delitos", "comportamientos disruptivos" y "uso indebido" de los servicios públicos por parte de los extranjeros. Un discurso calculado, contundente, casi pedagógico… si la lección que se quiere transmitir es que los residentes extranjeros deben vivir en un permanente estado de sospecha.
Pero Onoda no habla en el vacío: una reciente encuesta de Yomiuri Shimbun y la Universidad de Waseda muestra un endurecimiento abrupto de la opinión pública contra la mano de obra extranjera: el 59% de los japoneses se opone ahora a aceptar más trabajadores extranjeros, un salto drástico respecto al 46% del año anterior.
La percepción de que "la seguridad pública empeorará" alcanza el 68%, y entre los jóvenes de 18 a 39 años llega a un inquietante 79%. Paralelamente, el 70% de la población afirma priorizar los intereses de Japón sobre la cooperación internacional, la mayor cifra desde 2017.
El clima es inequívoco: miedo, nacionalismo y una desconfianza estructural hacia lo extranjero que figuras como Onoda no solo amplifican, sino que legitiman.
La ironía, sin embargo, roza lo literario. Onoda nació en Chicago, hija de un padre estadounidense de origen irlandés que dejó en la estacada a madre e hija cuando ella tenía dos años. Creció en una zona rural de Okayama sufriendo insultos sobre sus rasgos occidentales, recibiendo pedradas y golpes al grito de "¡extranjera, vete a tu casa!".
La niña marginada por no ser lo suficientemente japonesa es hoy la ministra encargada de apretar las tuercas de quienes, como ella entonces, no encajan con la imagen homogénea que algunos japoneses desearían recuperar.
Lejos de suavizar su postura, Onoda ha abrazado con entusiasmo el lema "Nihonjin First" —"los japoneses primero"— que la extrema derecha japonesa ha utilizado para capitalizar el malestar social en las últimas elecciones.
Ya en la Dieta, antes incluso de ser ministra, advertía del "incremento explosivo" de residentes extranjeros y denunciaba que la agencia de inmigración carece de recursos para perseguir impagos, sospechas de fraude o cualquier desviación administrativa. Su solución no ha sido reforzar la integración, sino ampliar las causas para revocar la residencia permanente e introducir más barreras económicas y burocráticas.
Su meteórico ascenso en el Gobierno de Takaichi no es casual: Onoda funciona como anzuelo para recuperar votantes fugados hacia la ultraderecha y, al mismo tiempo, como símbolo de un mensaje claro al resto del mundo.
Japón no planea facilitar la llegada de nuevos residentes extranjeros. Al contrario: prepara un terreno cada vez más hostil, justo cuando empresas de todo el país y gobiernos locales suplican más mano de obra internacional para sostener sectores enteros de la economía.
Precipicio demográfico
Japón se asoma a un precipicio demográfico sin precedentes: necesita atraer trabajadores, talento y contribuyentes pero decide blindarse tras una política que confunde control con seguridad y sospecha con gobernabilidad.
El Gobierno endurece normas, multiplica el precio de trámites y criminaliza la irregularidad administrativa como si el país pudiera permitirse el lujo de expulsar —o desincentivar— a quienes sostienen buena parte de su economía real.
Pero la estrategia de Takaichi y Onoda no es una simple "gestión migratoria": es un giro ideológico que convierte al extranjero en chivo expiatorio y al Estado en un aparato de 'Gran Hermano' permanente. Un modelo que, vistas las encuestas, seguramente dará réditos políticos a corto plazo, pero que erosiona la competitividad del país, daña su imagen internacional y envía un mensaje negativo a quienes Japón dice querer atraer: si eres extranjero, aquí nunca dejarás de ser sospechoso.
Sanae Takaichi recibe los aplausos del resto de parlamentarios tras ser elegida primera ministra. Reuters
En un país que envejece a la velocidad de la luz, insistir en esta línea no es una política pública: es un suicidio estratégico.
Y la ironía final es cruel: Japón no está expulsando inmigrantes: está sentando las bases para dilapidar su propio futuro.