Donald Trump y Joe Biden, en un montaje fotográfico.

Donald Trump y Joe Biden, en un montaje fotográfico. Reuters / EE

EEUU

Biden y Trump se juegan el futuro de EEUU y el mundo en las elecciones más importantes de Occidente

A falta de un candidato propio con carisma, los demócratas alertan de los peligros para la democracia estadounidense de otro mandato de Trump.

31 diciembre, 2023 03:30

Han pasado ocho años desde que el Partido Republicano se entregara a los brazos del populismo trumpista y nada parece haber ido a mejor. El paso del tiempo ha reforzado el carácter puramente fascista de la propuesta de Trump —el líder carismático cuyas acciones están por encima de la ley, la búsqueda constante de todo tipo de enemigos exteriores, la reivindicación de una comunidad primordial amenazada (América) que necesariamente deja fuera a millones de ciudadanos…— y no parece haber mermado en absoluto su apoyo popular. Más bien al contrario.

En esto tiene que ver, por supuesto, el atractivo de la fuerza bruta en una sociedad en la que lo instantáneo (la acción directa) prima cada vez más, pero también la incapacidad del Partido Demócrata de articular una respuesta constitucional mínimamente atractiva. Salvo imprevisto de última hora, en noviembre de 2024 el rival de Trump (78 años por entonces) será de nuevo Joe Biden (a punto de cumplir los 82 y con varios episodios durante su mandato que ponen en cuestión su estado de salud).

La política estadounidense se ha estancado y eso es muy peligroso si tenemos en cuenta que Estados Unidos sigue siendo el abanderado del proyecto occidental. A Trump le han salido casi una decena de opositores en las primarias republicanas, pero ninguno con la entidad suficiente como para que se haya tenido que molestar en entrar en debate público. El suflé de Ron DeSantis se vino abajo al poco de revalidar su puesto como gobernador de Florida en las legislativas de 2022. Mike Pence, exvicepresidente, nunca llegó a arrancar en las encuestas. Nikki Haley, una candidata de lo más solvente, parece que no va a tener tiempo para plantar cara al que fuera su jefe en la anterior administración.

Por parte del Partido Demócrata, más de lo mismo. O peor. Cuando acabaron los ocho años de Obama, los demócratas se debatieron entre Hillary Clinton (69 años por entonces) y Bernie Sanders (75). Tras el fracaso de la primera, recurrieron a Biden (78). En otras palabras, han tenido ocho años para encontrar un candidato que no esté al final de su carrera política, sino que comparta con el electorado el entusiasmo de los inicios. Un Bill Clinton, un Barack Obama. Ni Alexandra Ocasio Cortez ni mucho menos Kamala Harris, la impopular vicepresidenta, han dado el paso adelante que se esperaba. Tampoco lo ha hecho Pete Buttigieg.

Trump, por delante en las encuestas

No se puede decir de la administración Biden que haya sido ningún fracaso: el país salió fuerte de la pandemia, tiene unos números de creación de empleo notables y su política exterior —incluso heredando el desastre de Afganistán— se ha mantenido coherente con sus alianzas de toda la vida. Biden ha reforzado la OTAN y se ha mostrado hostil hacia Rusia, China y Corea del Norte, algo que Trump siempre manejó con cierta aleatoriedad. Sin embargo, sus niveles de aceptación son bajísimos, los peores de cualquier presidente, por debajo incluso del propio Donald Trump al terminar su tercer año de mandato.

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Los demócratas insisten —probablemente con razón— en que las siguientes elecciones pueden marcar un antes y un después en la historia de Estados Unidos y su democracia. Sin embargo, han elegido a un candidato octogenario y muy mal valorado. Biden tendría 86 años al acabar su segundo mandato. A veces, al votante hay que ponérselo más fácil. Las últimas encuestas le sitúan entre tres y cuatro puntos por debajo de Trump en el voto popular. Eso implicaría un auténtico paseo para los republicanos en el reparto de votos electorales.

En parte, es un escenario nuevo para Trump. Ni en 2016 ni en 2020 llegó a las elecciones por delante en las encuestas. Buena parte de su táctica era movilizar a partir de la heroicidad: callarles la boca a los que ya le daban por muerto y, con él, al movimiento MAGA. En cualquier caso, es un escenario preocupante. Ideologías aparte, una victoria de Trump sería una pésima noticia para el mundo y para Estados Unidos. Asomarse al abismo puede ser divertido, una especie de vértigo estético, pero la realidad es otra cosa… y la realidad de cuatro años de mandato Trump invita al pesimismo.

El recuerdo del asalto al Capitolio

En primer lugar, habría que ver cómo maneja el poder después de haber intentado mantenerlo por la fuerza el 6 de enero de 2021. Trump está encausado por varios asuntos, pero una acusación que se repite es la de intentar interferir en el proceso más sagrado de toda democracia: el recuento y la validación de los votos de los ciudadanos. Antes de mandar a una turba armada a impedir la proclamación de Biden como legítimo presidente de los Estados Unidos, Trump intentó todas las argucias políticas que su inmenso poder le concedía. Requirió de la firme voluntad y el compromiso de muchos hombres con la Constitución que no se saliera con la suya.

Es de entender que una nueva administración Trump empezaría su mandato por donde lo dejó, es decir, en el intento de perpetuarse en el poder. A sus 78 años, Trump no puede aspirar a muchos años en la Casa Blanca, pero sí a pervertir por completo las leyes del juego, de manera que Estados Unidos deje de ser una democracia y se convierta en una república bananera, con sucesores elegidos al dedo y el silencio cómplice de las demás autoridades del estado, controladas en su mayoría por el propio Partido Republicano.

De momento, las únicas propuestas de Trump pasan por la lucha contra la inmigración, abrazando en demasiadas ocasiones la teoría del reemplazo, la vuelta a la mítica América que no se sabe si existió alguna vez, pero que habría sido pervertida por los valores woke y el cambio en los equilibrios de fuerzas raciales, y vagas promesas de bajadas de impuestos y revitalización de una economía que, hay que insistir, tampoco es precisamente un desastre ahora mismo.

La alianza con Putin

Con todo, especialmente para nosotros los europeos, la victoria de Trump sería un desastre en lo tocante a la política exterior. Para empezar, Trump es un gran admirador de Vladímir Putin. Le gustaría controlar su país como él controla Rusia. Le gustaría poder evitar disidencias y controlar a sus adversarios con mano dura. Putin simboliza para Trump la fuerza bruta —"la voluntad de poder", se diría en otros momentos de la historia— y el no pararse ante nada. Trump, en otras palabras, se muere por colaborar con Putin en vez de combatirlo.

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Que Trump es el hombre de Putin quedó claro en las numerosas injerencias del Kremlin en los procesos electorales de 2016 y 2020… y en la manera en la que los propagandistas rusos hablan del candidato republicano. Ambos comparten determinados colaboradores, encargados de diseñar y propagar este discurso común: por ejemplo, Steve Bannon, con un pie en Moscú y el otro en Washington, o Tucker Carlson, el periodista trumpista por excelencia y enamorado a su vez de la causa rusa.

De llegar al poder, lo lógico es que Trump hiciera lo mismo que en su anterior mandato: debilitar la OTAN todo lo posible. Por extensión, eso implicaría romper la unidad de acción de Occidente, menguar los apoyos a Ucrania y, probablemente, condenarla a un armisticio poco favorable. Tampoco está claro si Trump estaría dispuesto a proteger a las repúblicas bálticas (parte de la OTAN) o a Polonia, en caso de que al imperialismo de Putin no le bastaran las fronteras ucranianas.

El enigma chino

Tampoco está claro cuál sería la política estadounidense en Oriente Medio —Trump se salió del acuerdo con Irán para el desarrollo vigilado de su programa nuclear y ordenó la retirada de Afganistán que acabaría meses después en un caos con aires a Saigón— ni respecto al gigante chino. Aquí se produce una circunstancia curiosa: Xi Jinping y Putin presumen de amistad, pero Trump no puede ver a Xi. Le tiene miedo. A partir de 2025, China tiene pensado activar la última fase de reunificación con Taiwán. ¿Estaría dispuesto Trump a defender a los nacionalistas chinos o se haría a un lado? Imposible adivinarlo.

Da la sensación de que un mundo con Trump al mando sería un mundo en el que nadie vigila. Para los occidentales, un mundo más peligroso. Pese a su avanzada edad, Biden se ha multiplicado por los distintos focos de conflicto: ha apoyado sin fisuras a Zelenski y ha mediado en Palestina, enemistándose incluso con su viejo amigo Netanyahu. Ha sabido entender quiénes eran sus aliados y se ha mantenido a su lado. Trump no entiende de 'intereses nacionales', sino de 'intereses propios'. La política se mezcla a menudo con el beneficio económico propio y el mal y el bien se entrecruzan según la oportunidad.

Afortunadamente, los presagios exagerados suelen quedar en nada. Con eso juega el trumpismo como han jugado otros populismos a lo largo de la historia. "En el fondo, todo seguirá igual", "no es tan malo como lo pintan", "los de izquierdas le tienen manía"… y ese largo etcétera. Sin embargo, lo que está en juego aquí es la democracia liberal tal y como la entienden también los partidos conservadores. No hay más ideología que el "ordeno y mando". Una victoria de Biden solo aplazaría el problema, eso es cierto. Pero el problema es tan grande que igual no viene mal aplazarlo. Nunca, en toda su historia, Estados Unidos se ha encontrado ante un dilema de tal magnitud y no está nada claro que esté en disposición de solucionarlo con éxito.