Bernard-Henri Lévy pasea por Odesa, asediada por las tropas rusas,  junto a Maksym Marchenko, gobernador militar de la ciudad.

Bernard-Henri Lévy pasea por Odesa, asediada por las tropas rusas, junto a Maksym Marchenko, gobernador militar de la ciudad.

Mundo GUERRA EN UCRANIA

"La toma de Odesa será la guinda del pastel de sangre de Putin"

Bernard-Henry Lévy visita Odesa, que juega en el imaginario del autócrata Vladímir Putin el mismo papel que jugó Sarajevo para Milosevic y Mladić. 

25 marzo, 2022 03:37
Odesa (Ucrania)

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Entramos en Ucrania por Palanka, la frontera con Moldavia. Un profesor de Civilización Francesa, Alexandre Garachuk, nos espera al otro lado, bajo la carpa azul y blanca por donde fluye el río de refugiados. Con su mirada traviesa y su melena blanca, algo despeinada, con su forma de decir, al presentarse, que nunca ha tenido del todo claro si era ucraniano, polaco, lituano, judío, alemán o francés, es la viva imagen de ese espíritu de Odesa que Pushkin definió como una feliz mezcla de cosmopolitismo, talante libertario e ironía.

Al cabo de una hora, franqueamos la decena de puestos de control, señalados con cruces de hierro fundido colocadas en hileras escalonadas, montañas de sacos rellenos de arena y sujetas por muros de hormigón, que filtran las entradas. Y aquí estoy, con Gilles Hertzog y Marc Roussel, mis compañeros de viaje, en la tercera ciudad de Ucrania, la más literaria, la más brillante y sobre la que, hoy por hoy, pende la amenaza de la destrucción.

Nos alojaremos en una casa discreta, frente al mar, no muy lejos del puerto y sus gigantescas grúas. A nuestros pies, al final de un camino que serpentea entre las acacias, la playa, que traza una semiluna, está totalmente minada. Frente a nosotros, visible con prismáticos y, si el día está despejado, a simple vista, el escuadrón ruso que mantiene sitiada la ciudad antes de que, cuando Vladímir Putin lo decida, proceda a destruirla con las bombas: catorce barcos, entre ellos una corbeta lanzamisiles Buyan-M; dos buques de desembarco anfibio modelo Ropucha; dragaminas, y el buque insignia, el Movska.

Nuestro primer gesto: volver, en el corazón de la ciudad histórica, a esa Ópera en la que estuve, en 2014, primer año del levantamiento del Maidán, para representar mi obra de teatro, en la que abogaba por la entrada de Ucrania en Europa. La ópera, por desgracia, está cerrada.

Derybasivska, la avenida peatonal que conduce a ella y que entonces estaba abarrotada de gente, ahora está desierta. Igual que todas las calles adyacentes, cuyas fachadas de colores pastel descoloridos tanto me gustaron en su día; cuyos porches neoclásicos con sus sicomoros, su languidez sureña, están llenos de barricadas donde acampan los voluntarios uniformados de la Defensa Territorial.

Suelen ser personas muy jóvenes que no han empuñado un arma en su vida. Y se percibe en ellos una mezcla de determinación, angustia y, cuando le piden la documentación a un escritor extranjero sin carné de prensa, un temblor de incredulidad. "Abundan los agentes dobles", se disculpa Volodímir, un antiguo camarero angloparlante, que, a diferencia de sus compañeros, se deja entrevistar.

"Vaya con cuidado', me dice. 'Son asesinos. No están en ninguna parte y a la vez están por todas partes"

Es cierto que hay menos que antes. Y, para gran sorpresa del Kremlin, que no dudaba de que Odesa, rusoparlante, sería la coronación de su sueño imperial, la guerra ha unido a la ciudad como nunca antes. Pero aún quedan algunos. Quieren a Putin. Y se apoyan en comandos de infiltrados que llevan meses allí, han alquilado pisos, se han puesto a trabajar en la zona, se han camuflado entre la población y están esperando la señal.

La unidad de Volodímir ha detenido a dos de ellos esta mañana. Tres fueron neutralizados la semana pasada en la zona de la estación, tras varias horas de combate callejero. "Vaya con cuidado", me dice. "Son asesinos. No están en ninguna parte y a la vez están por todas partes".

Bernard-Henri Lévy y Maksym Marchenko, durante su paseo por Odesa.

Bernard-Henri Lévy y Maksym Marchenko, durante su paseo por Odesa.

Con Maksym Marchenko, gobernador militar de la ciudad, nos encontramos no muy lejos de la estatua del Duque de Richelieu, descendiente de Luis XIII y primer gobernador, en 1803, de la ciudad fundada por la emperatriz roja, Catalina II. Conocí a Marchenko hace dos años en el Donbás, donde comandaba la 28.ª brigada mecanizada.

Nació en Sláviansk y, con su aire de centurión y cara de muzhik, no tiene ese lado anárquico, un poco bandido y muy del estilo de Robin Hood que, desde el Benia Krik de Isaak Bábel, "rey de Odesa", ha formado parte de la leyenda de la ciudad.

Pero el presidente Zelenski lo ha enviado aquí porque es un buen soldado y porque ha sido uno de los comandantes del frente del Donbás que no se ha dejado engañar por la fábula de Putin de los separatistas "amenazados de genocidio" que "rescata" el Ejército ruso.

Velando por Odesa

"¿Ve usted", me dijo, al llegar a los pies de la estatua, "las bolsas que nuestros jóvenes han ido a llenar de arena y piedras de la playa?". Veo que la alta figura de bronce, que preside los 192 peldaños de la famosa escalera Potemkin, ha desaparecido bajo un montón de bolsas blancas amontonadas que parecen servirle de armadura.

"Pues bien", prosigue, "el gobernador Marchenko vela por el gobernador Richelieu, que a su vez vela por Odesa. Me gustaría que su país velara con nosotros y nos entregara armamento y, sobre todo, aviones, que son lo único que puede repeler un ataque inminente por tierra, mar y aire". Y añade, citando de manera literal al general de Gaulle: "¿Acaso no hay un pacto secular entre Odesa y Francia?".

Nos dirigimos a Mykolaiv, la ciudad mártir a 120 kilómetros al este cuya encarnizada resistencia bloquea desde hace tres semanas el acceso por tierra a Odesa. Atravesamos una posición fortificada que, con sus numerosos comandos, algunos de ellos encapuchados, se asemeja más a una línea de ataque que a un puesto de control.

Luego otra, en la carretera de la costa, perdida entre la llanura pedregosa, donde vemos lanzamisiles telescópicos, tipo Javelin o NLAW, algunos de los cuales están ya apostados en el arcén; otros, almacenados bajo tiendas de campaña color caqui levantadas entre bloques de hormigón. Y luego otra, de nuevo hacia el norte, también improvisada, donde se supone que Vitaliy Kim, el heroico gobernador de Mykolaiv, acudirá a recibirnos.

"Los rusos se están batiendo en retirada. Se están quedando sin víveres y sin munición. Tienen cortadas las cadenas logísticas. Sin embargo, el ataque aéreo no afloja, por supuesto"

Por desgracia, suena el teléfono. Los bombardeos se intensifican. No puede salir. Tampoco, según él, podemos entrar en la zona. Y así, en un edificio administrativo abandonado, entablamos una conversación a distancia, pero de una intensidad profundamente conmovedora.

Kim está allí, con su chaquetón abierto, debajo, el chaleco antibalas; su sensata cabeza de administrador civil obligado a luchar en la guerra sin que sea algo que haya deseado, y de fondo, se sigue oyendo el estruendo de los proyectiles. "Los rusos se están batiendo en retirada", comienza. "Se están quedando sin víveres y sin munición. Tienen cortadas las cadenas logísticas. Sin embargo, el ataque aéreo no afloja, por supuesto".

La señal empieza a ser mala. Se corta. Vuelvo a llamar. "Sí, han dejado de avanzar. Y nuestros batallones pasan al contraataque. El coste de vidas humanas para nuestro bando será terrible. No dudarán en disparar sus avanzados misiles estratégicos. Pero ganaremos esta batalla. Y salvaremos a Odesa". ¡Que Dios se apiade!

Todo Occidente está alarmado por la posibilidad de que Putin use armas nucleares, un Putin que se ha vuelto loco. Pero hay cosas mucho más sencillas e igualmente peligrosas. Aquí, en Yuzhny, en la costa, a pocos kilómetros de los puestos de avanzada de la 28.ª Brigada, hay una fábrica gigantesca.

Miedo a los cañones

Es la Odesa Port Factory. Está cerrada, pero hasta hace pocos meses, producía una cuarta parte del amoníaco y la urea del país. Y aunque la mitad de los depósitos, los pertenecientes a empresas ucranianas, se sacaron de allí los primeros días de la guerra, la otra mitad, propiedad de una empresa estadounidense, sigue allí.

¿Negligencia? ¿Miedo a la proximidad de los cañones rusos? ¿A las aguas minadas? ¿Imposibilidad de acceso para los petroleros estadounidenses? El comandante de la brigada, Vitali Huliaiev, no tiene respuestas. "Pero imaginémonos", dice, "que hay un fuego enemigo. A propósito, o no. O intencionado, pero camuflado como si hubiera sido un accidente, o bien atribuido a los ucranianos. En esos depósitos verdes de cien metros de altura hay bastante material para contaminar toda la región. Sería peor que Chernóbil", insiste.

Peor que el suceso en la central de Zaporíjia, que los rusos atacaron el 4 de marzo, pero que está equipada con disyuntores y sistemas de seguridad que permiten contener la catástrofe. Y peor, con el mismo tipo de productos altamente tóxicos, que la explosión de Beirut de agosto de 2020, cuya onda expansiva llegó hasta Chipre.

Este es el trágico dilema de los odesitas. Hay que vencer a Putin. Pero saben que cuando haya caído y ya no tenga nada que perder, su última carta será esa. Viva la muerte.

Mala noche. La babushka de servicio ha llamado a nuestra puerta en dos ocasiones. Aullidos de sirena... Vístanse... Bajen a la sala de calderas que, con sus sillitas de plástico y cajas de víveres, sirve de refugio... Y, muy rápidamente, en la pantalla de nuestro móvil, unas líneas de fuego surcan el cielo negro como cizallas en pleno vuelo.

Bernard-Henri Lévy camina por las calles de Odesa junto a varios soldados.

Bernard-Henri Lévy camina por las calles de Odesa junto a varios soldados.

De madrugada, entrevista con Serguéi Bratchuk desde el cuartel general de las fuerzas ucranianas en Odesa. Un misil Kalibr, disparado desde el mar, cae sobre uno de los suburbios y causa daños materiales. Un segundo misil, dirigido al centro de telecomunicaciones del Ejército en Velikodolinskoe, lanzado desde el aire, yerra el tiro. La cúpula de hierro ucraniana intercepta otros cinco.

Hasta donde tengo entendido, los sistemas de defensa aérea de la 160.ª brigada de artillería, con sus antiguos misiles tierra-aire S-300, están funcionando. Y tal vez esta serie de ataques que se producen cada noche cuando empieza el toque de queda es para ponerlos a prueba y localizar sus posiciones.

Pero lo que falta, por desgracia, son medios materiales para destruir los misiles de crucero que dispara la flota rusa desde Crimea. Odesa tiene misiles antibuque Neptune de fabricación ucraniana, pero son lentos. Fáciles de neutralizar. Y menos eficaces que los misiles Harpoon transhorizonte de largo alcance que produce Boeing, misiles que solo pueden suministrar los estadounidenses y los británicos. ¿Harpoons para Odesa?

"La gran conquista, la reina de las batallas, la guinda del pastel de sangre de Putin será, según Petro, la toma de Odesa"

Petro S., miembro de la Ópera, es uno de mis viejos compañeros que ya me acogió en 2014. Su barrio está infestado de agentes a sueldo de Putin. Recibe amenazas de "vengadores enmascarados" que pretenden hacerle pagar por la tragedia que supuso la muerte de 48 manifestantes prorrusos en el incendio de la Casa Sindical. Así que se fue a vivir al campo.

Y aquí, en una pequeña dacha a las afueras de Myrne, a medio camino de la frontera con Moldavia, es donde nos ha citado. El caso de la Casa Sindical es esencial, explica, para saber qué pasa por la cabeza de Putin. ¿No aludió explícitamente, en su discurso del 21 de febrero, tres días antes de la invasión, al "escalofrío de horror" que aún le produce la "terrible tragedia de Odesa"?

¿Y acaso no declaró que localizar a los "criminales que cometieron esa atrocidad" casi era uno de sus objetivos bélicos? Como Mariúpol, faltaría. Como Mykolaiv, faltaría también. Pero la gran conquista, la reina de las batallas, la guinda del pastel de sangre de Putin será, según Petro, la toma de Odesa.

Y todo por las razones geoestratégicas que todo el mundo conoce (hacerse con el mayor puerto del país, matar de hambre a Ucrania y asegurarse el control del mar Negro), pero también por razones simbólicas (esta ciudad joya, esta perla que todos los Grandes Rusos ven como un San Petersburgo del sur; la ocasión de hacerse con ella de una vez por todas).

Nos despedimos de Petro. Pero en cuanto llegamos al primer puesto de control a la entrada de Odesa, nos envía un vídeo: la imagen de un proyectil que acaba de caer, quince minutos después de nuestra salida, sobre... ¡Myrne!

¿Cómo son los daños que causan uno de esos misiles Grad o Kalibr que los rusos lanzan sobre las ciudades ucranianas? No hay que ir muy lejos para verlo. Nos encontramos en las afueras de la ciudad, en el corazón de la antigua zona industrial. Y, al final, una calle destrozada y completamente desierta, donde la raspútitsa, un fenómeno muy característico de la zona, aún no ha tenido tiempo de fundir la nieve y convertirla en barro: es un paisaje sacado del Apocalipsis.

Puro odio

Antes, ahí había una fábrica de menaje y electrodomésticos. Lo que queda de ella, que ocupa más de una hectárea de terreno, no es más que un montón de escombros. Las puertas de hierro fundido siguen en pie, pero dan al vacío y se han retorcido por la fuerza de la explosión.

Y a veces, en este pandemónium de chapa, vigas y pilones de acero fundidos por el fuego, un secador de pelo o una olla arrocera. ¿Por qué tanta devastación, se pregunta el guarda de esos lugares, con los párpados enrojecidos de tanto cansancio y con la mirada perdida? ¿Otra prueba? ¿Un ataque terrorista indiscriminado para que huyamos? O, como la fábrica fue un almacén militar en la época de la URSS, ¿es que los servicios rusos llegan treinta años tarde?

Tengo una hipótesis y se la planteo. ¿Y si este atentado sin sentido no fuera más que puro odio? ¿Y si Odesa, ese crisol de civilizaciones, cultura y belleza, ocupara en el imaginario del megafrancotirador Putin el mismo lugar simbólico que Sarajevo en su día en el de tipos como Milosevic y Mladić? Rabia contra las ciudades y lo que estas representan. Furia urbicida. El eterno retorno de la antigua barbarie bajo el cielo azul de la rabia.

"Voluntarios de todas las edades, en su mayoría mujeres, tejen redes que sirven de camuflaje para las barricadas y los tanques de la ciudad"

En Sarajevo aprendí que la victoria no depende de lo grande que sea un ejército, sino de su moral y de la resistencia de sus ciudadanos. Y lo mismo sucede en Odesa. Y si el ataque a la ciudad se está demorando, quizá sea por eso.

Estamos en los edificios del grupo Chornomorya, un gigante ucraniano de la edición y la prensa que la guerra ha paralizado. Voluntarios de todas las edades, en su mayoría mujeres, tejen redes que sirven de camuflaje para las barricadas y los tanques de la ciudad con ropa vieja cortada en tiras finas que han traído residentes de toda la urbe, todas agazapadas frente a las altas vallas.

Y, más allá de estas enormes hilanderías en las que, de repente, se empieza a oír el himno ucraniano para llenarse el corazón de ánimos y proseguir con la tarea, al final de un túnel que nos recuerda que Odesa es la ciudad del mundo que cuenta con el laberinto de catacumbas más largo del mundo, hay un taller de otro tipo donde un grupo de estudiantes de Historia, a la luz de una única lámpara que cuelga del techo, fabrica cócteles molotov en cadena.

Bernard-Henri Lévy observa la fabricación de un cóctel Molotov.

Bernard-Henri Lévy observa la fabricación de un cóctel Molotov.

Una botella vacía. Un dedo de acetona. Un poco de aceite de motor. Gasolina. Una especie de gamuza que sirve de tapón. Un cable para engatillar el cuello. Y una lámina de aluminio para almacenar los explosivos mientras se espera que los oficiales del regimiento vengan a por ellos. Estos jóvenes, con la voz ya ronca por los vapores de la gasolina, estos hijos del cielo y, por ahora, del infierno, no tienen ni veinte años. Estaban estudiando Historia. Ahora hacen Historia.

En una sala, a la entrada del pueblo, transformada en almacén de ayuda humanitaria, nos encontramos con dos de las hiladoras, las Parcas, del otro día. Les dijimos que la maltrecha Ucrania tenía mucha suerte de tener de presidente al joven Churchill en el que se ha convertido Zelenski, un cómico victorioso que no quiere convertirse en mártir.

Nos preguntaron por la historia de la Resistencia y de la Revolución de la que París fue escenario, pero de la que hay algo que, a su parecer, revive ahora en esta ciudad eminentemente francesa que es Odesa.

Y, en un momento dado, acompañando el discurso con un gesto, les propongo que nos acompañen hasta la avenida Richelieu, donde vamos a escribir en una línea de bloques de hormigón, con pintura amarilla y azul, los colores de Ucrania, ese lema de "Libertad, igualdad, fraternidad" que dio la vuelta al mundo, pero cuyo precio hay un país que, mejor que ningún otro, conoce en estos momentos: Ucrania.

Nuestros amigos aplauden. Los voluntarios de guardia, al principio recelosos, se han acercado y se han quitado los guantes (que dejan a la vista dos dedos) para hacerse selfis. Los últimos habitantes del barrio se han asomado a la ventana y profieren vítores, "¡Que viva Francia!" y "Slava Ukraini".

Cuando volvamos, ese gesto nos parecerá gracioso. Pero para ellos, los odesitas, esas tres palabras llenas de sencillez lo resumen todo. Y verlas inscritas, aunque sea por unas horas, por una mano amiga, en el corazón de su ciudad, con la amenaza pisando los talones, es un humilde bálsamo en medio un sufrimiento que parece interminable.

La cuestión del antisemitismo es uno de los temas más candentes en Ucrania. Y lo es especialmente aquí, en Odesa, donde antes de la Segunda Guerra Mundial los judíos constituían la mitad de la población y ahora no suman más de 40.000 almas.

Bernard-Henri Lévy visita una obra en homenaje a las víctimas del holocausto.

Bernard-Henri Lévy visita una obra en homenaje a las víctimas del holocausto.

Estamos en el Memorial del Holocausto, en la calle Prokhorovska, en el antiguo barrio judío de Moldavanka. Es un monumento extraño, con cinco figuras esqueléticas, con los pies encadenados y una corona de alambre de espino, parecen estar atrapados en una danza macabra.

"Es un hombre enclenque, envuelto en un abrigo de lana negro que carga con su supervivencia como un honor y un lastre"

Hasta allí nos conduce una avenida de abedules, cada árbol simboliza a uno de los Justos de las Naciones que acogieron y salvaron a los judíos. "Porque" –pregunta Roman Shvartsman, el hombre que nos recibió y que es el único superviviente aún vivo de esta Shoah a balazos– "¿saben ustedes que Ucrania es, según los registros del museo de Yad Vashem, uno de los cuatro países con mayor número de Justos de las Naciones?".

Lo dice en voz baja. Con tristeza. Me esperaba uno de esos personajes fanfarrones y escabrosos que han dado forma a la mitología judía de Odesa. Pero no. Es un anciano que sufre. Es un hombre enclenque, envuelto en un abrigo de lana negro que carga con su supervivencia como un honor y un lastre.

Y de repente, en medio del relato de las masacres que se sucedieron a la entrada de las tropas rumanas en octubre de 1941, este modesto hombrecillo se echa a llorar. ¿Por los Justos de los que es custodio? ¿Por los muertos de quien es su tumba? ¿Por su soledad como superviviente que está llegando al final de sus días? ¿O por la locura de los hombres que vuelve a aparecer, con el fantasma de Hitler que, mientras finge "desnazificar Ucrania", tiene el descaro de aprovecharse de la memoria de las víctimas?

No lo sé.

Ángel de la muerte

Un reportero canadiense, que tiene una extraña concepción de la fraternidad, publicó en redes sociales una foto que hizo, sin que yo me diese cuenta, del gobernador Marchenko y mía. Y el mundillo de Twitter, argumentando que el gobernador fue comandante, entre 2015 y 2017, de una unidad de partisanos, el batallón Aidar, donde había un puñado de nacionalistas de extrema derecha, aprovechó la imagen para meter cizaña por que un intelectual judío se dejase ver con un neonazi.

Respondo que no hay nada en el Marchenko al que conozco y al que he entrevistado en dos ocasiones que justifique esta acusación tan despreciable. ¿Que lo que les toca a todos los movimientos de resistencia en sus inicios, empezando por el de la Francia ocupada, es aprovechar todo lo que tiene e incorporar incluso a los exconvictos, a los réprobos y a los más temerarios y exaltados? ¿Que me parecen infames los que se dedican a dar lecciones y que pretenden saber mejor que Zelenski quién es el mejor oficial para defender una ciudad simbólica como Odesa?

Lo haré en cuanto vuelva. Pero, por el momento, las cosas se están saliendo de madre. Una cadena de televisión moscovita, Russia 1, emite un montaje en el que se me presenta como un "ángel de la muerte" al que hay que dar caza y expulsar de la ciudad. Y un grupo de "patriotas rusos" llega a crear una página de Facebook en la que ponen precio a mi cabeza y ofrecen un millón de rublos a quien me elimine.

Tengo la información que me faltaba y, con el legendario humor de Odesa de nuevo haciendo de las suyas, nuestros compañeros ucranianos están encantados. Los órganos de propaganda del Kremlin están perdiendo el oremus. Y un millón de rublos ahora no valen más que un puñado de euros; se demuestra que las sanciones están funcionando y que Rusia ha perdido.

He terminado la jornada. Dejo el último faro de Europa. Y le rezo a los dioses para que salven la vida de mis amigos de Odesa.