Adam Kadírov y el presidente ruso, Vladímir Putin.

Adam Kadírov y el presidente ruso, Vladímir Putin. Telegram

Europa

Kadírov, el aliado más violento de Putin, coloca a su hijo de 17 años en la línea de sucesión en Chechenia ante su enfermedad

La salud del líder checheno, acusado de violaciones de derechos humanos, se ha deteriorado. Su hijo adolescente se perfila como la nueva mano de hierro del Kremlin, aunque la ley exige tener 30 años para liderar una región.

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Chechenia no es la única región con mayoría islámica dentro de un país que alberga unos veinticinco millones de musulmanes, pero sin duda es la más díscola de las provincias del Cáucaso y la que más a gala lleva su independencia religiosa. Su sola mención sigue causando recelo entre la población de la Rusia más occidental, la que ve a los caucasianos con recelo y les culpa de todos los males de sus grandes ciudades europeas

Chechenia también fue en su momento la carta de presentación de Vladímir Putin ante la opinión pública rusa. Después de tres años de una cierta independencia tras la fallida ofensiva rusa de 1994 a 1996, el por entonces primer ministro de Boris Yeltsin decidió intervenir en la zona, con el supuesto objetivo de mitigar las ansias de expansión de los rebeldes, que habían entrado en la vecina región de Daguestán. Tras varios atentados en Moscú, la guerra acabó justificándose como una cuestión de seguridad nacional y en abril de 2000, con el exagente del KGB recién convertido en presidente electo, el gobierno de Grozni se vio obligado a rendirse. 

El objetivo de Putin era la pacificación de la zona y para ello confió en el exmuftí sufista Ajmad Kadírov, que unía tres condiciones imprescindibles para el puesto: era musulmán, era prorruso, y era un héroe nacional de la primera guerra chechena, con lo que conocía perfectamente al enemigo. Kadírov se convirtió en el gran aliado de Putin en la zona hasta que el 9 de mayo de 2004, en una celebración del Día de la Victoria en el estadio de Grozni, un atentado terrorista acabó con su vida y la de varios de sus escoltas. 

El turno de Ramzan 

Kadírov tenía 53 años por entonces y el Kremlin volvió a temblar. No había un sustituto claro a la vista: Zelijman Kadírov, el hijo mayor, falleció apenas veintidós días después que su padre, y el hijo pequeño, Ramzan, apenas un veinteañero, tuvo que esperar su momento hasta 2007, ocupando hasta entonces los puestos de viceprimer ministro y primer ministro de la región. Su acceso definitivo a la presidencia, sustituyendo a Allu Aljanov, una marioneta del Kremlin colocada en el poder mientras Ramzan se forjaba una carrera política y alcanzaba los treinta años de edad, llegó tras orden directa de Putin, que asistió a su investidura. 

Ramzan Kadírov, más extremista en lo religioso que su padre, se convirtió a partir de entonces en la pieza clave de las relaciones entre Rusia y sus vecinos islamistas. El trato implícito con Putin quedó claro desde el principio: si Rusia le permitía a Kadírov hacer lo que le diera la gana -imponer la ley islámica, manejar a su antojo a los refugiados que venían de Afganistán y Siria y establecer el nepotismo en todos los ámbitos de la vida chechena-, Kadírov se comprometía a serle fiel a Rusia y no armar follones de ningún tipo. 

Aun así, la relación ha tenido sus altos y sus bajos, por supuesto, porque hablamos de dos zares con un enorme ego. Kadírov ha querido mostrar en ocasiones más independencia de la que a Putin le hubiera gustado, pero este no ha dejado de entender que lo más sensato era mantenerle ahí para no volver a la incertidumbre y el cuestionamiento interno. La activa participación de varios regimientos chechenos en la guerra de Ucrania es una muestra de esa fidelidad de Kadírov. Llevar a sus hombres a morir por Moscú no ha tenido que ser precisamente popular en Chechenia, pero se ha aceptado sin demasiada disputa. 

Una enfermedad incamuflable 

El problema es que Kadírov, que se comporta en la práctica como un Idi Amín Dadá caucásico, está enfermo. Sobre sus males se ha hablado mucho a lo largo de los últimos años y él ha procurado mostrarse a sí mismo haciendo ejercicio o asistiendo a actos públicos para demostrar que todo era “intoxicación occidental”. Sin embargo, a sus 48 años, a Kadírov se le ve cada vez más desmejorado y su actividad se ha ido reduciendo al mínimo en los últimos meses. 

Desde Grozni ya no se desmiente la enfermedad ni su gravedad, aunque tampoco se afirma con claridad. Todo son mensajes sutiles que hay que interpretar y la incógnita es mayúscula. También hubo un momento en el que se dio por muerto a Kim Jong-Un y el líder norcoreano ahí sigue, amenazando a propios y ajenos. Lo que parece claro, más allá de si Kadírov morirá pronto o no, es que su debilidad pone en peligro la continuidad del régimen… y Rusia no puede permitirse abrir ahora una sucesión con el riesgo de que salga rana. 

La ventaja con la que cuenta el Kremlin es que Kadírov ha construido a lo largo de estas dos décadas todo un sistema clientelar que no parece que se vaya a venir abajo de la noche a la mañana. Un sistema basado en la violencia, en la crueldad y en el exceso que seguro que tiene a varios pretendientes dispuestos a tomar el relevo en condiciones muy similares a las que goza ahora su jefe. Alguien que pueda “tutelar” a Adam Kadírov, el hijo adolescente de Ramzan, hasta que cumpla la edad necesaria para presidir la región. 

Hecha la ley, ¿hecha la trampa? 

Y es que la ley rusa deja claro que nadie puede presidir una de sus provincias con menos de treinta años. Por supuesto, el Kremlin tiene una larga experiencia en “adaptar” la legislación según las circunstancias, pero modificar una ley estatal no es fácil. Adam Kadírov, conocido por su extrema crueldad y elegido por su padre y por Putin como sucesor casi desde la infancia, se casó recientemente a sus diecisiete años. El propio presidente ruso asistió a la boda y presentó sus bendiciones al adolescente. 

La idea de Putin es conseguir que un tercer Kadírov le asegure más años de paz en ese frente. En su momento, consiguió que Aljanov hiciera de hombre de paja con gran eficacia… pero aquello fue cuestión de dos-tres años, no de trece, como tendría que ser en el caso de Adam. En trece años, pueden pasar muchas cosas y las ambiciones personales a veces juegan malas pasadas a los proyectos políticos. 

Ramzan Kadírov, en una reunión de Putin con el presidente uzbeko, Shavkat Mirziyoyev.

Ramzan Kadírov, en una reunión de Putin con el presidente uzbeko, Shavkat Mirziyoyev. Sergey Bobylev Sputnik

Pese a que Rusia ha mostrado un enorme interés en tener buenas relaciones con los talibanes afganos y, de hecho, se ha convertido en el primer país en reconocer su autoridad, los problemas en la zona son múltiples: Georgia sigue soñando con incorporarse a las estructuras europeas, Azerbaiyán sigue siendo un vecino díscolo y Armenia se siente traicionada después de que Putin decidiera mirar a otro lado durante las recientes incursiones azeríes en el Karabaj.  

Una intervención a evitar 

A eso hay que unirle la amenaza del ISIS, enemigo tradicional de Rusia y que protagonizó en marzo de 2024 un espeluznante atentado en el moscovita Crocus City Hall, matando a 144 civiles. En resumen, no estamos tan solo ante una cuestión de seguridad nacional o de reparto de poder. La salud de Kadírov y la juventud de su sucesor, así como su errática conducta, son motivo de preocupación geopolítica en el Kremlin, que teme que todo pueda desembocar en una tercera ocupación de Grozni, algo que desbarataría por completo sus planes de expansión hacia el oeste para hacer frente a la OTAN. 

Todo lo que aguante Ramzan Kadírov y todo el prestigio que pueda ganarse su hijo Adam ante el ejército checheno será clave en esta cuestión. Putin sabe que se puede gobernar sin oficialidad. No hay que olvidar que ya puso a Dmitri Medvedev en su momento como jefe de estado simplemente para saltarse la prohibición constitucional de sumar tres mandatos seguidos. Una prohibición con la que acabó a su regreso en 2012. Su objetivo es asegurarse de que a Adam le “cuidan” bien y le tratan “con cariño”. El resto es ganar tiempo, sin más. No trece años, pero sí el suficiente como para encontrar una solución intermedia, sea la que sea, que evite problemas y no azuce traumas del pasado.