Francotiradores rusos practicando en la región de Rostov, Rusia, este pasado jueves.

Francotiradores rusos practicando en la región de Rostov, Rusia, este pasado jueves. Reuters

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Cuenta atrás para la invasión de Ucrania: ¿aún pueden hacer algo Biden y la UE para evitarla?

La tensión entre Occidente y Rusia no parece calmarse, un factor al que se suma una retórica agresiva de Putin en las últimas semanas. 

17 enero, 2022 06:01

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Hace apenas tres días, el siguiente mensaje se colaba en miles de ordenadores de distintos organismos oficiales de Ucrania: “Temed lo peor, está cada vez más cerca”. Aunque la magnitud del ciberataque está aún por determinar, no parece que afectara en exceso el día a día de la administración ucraniana o que provocara un apagón energético en pleno invierno, como sí sucedió en diciembre de 2015.

Ni siquiera tenemos claro quién está detrás del mismo, más allá de la atribución del ministro de Asuntos Exteriores a grupos de hackers rusos, responsables, por otra parte, del 58% de los ataques coordinados a estados extranjeros entre junio de 2020 y mayo de 2021, según datos de la compañía Microsoft.

Ahora bien, aunque nadie lo diga en alto, todos saben que esto no es cuestión de lobos solitarios sino del gobierno de Vladimir Putin. Lo saben o, como dice el propio mensaje, lo temen. En rueda de prensa junto al ministro francés de Asuntos Exteriores, el Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, quiso mandar un mensaje de apoyo al país limítrofe con la UE, pero no se atrevió tampoco a señalar directamente a Rusia como responsable del ataque.

Nadie quiere dar el paso después de una semana de intensas y poco fructíferas negociaciones con los representantes rusos en distintos foros.

Si el ciberataque no parece más que uno entre tantos y nadie quiere nombrar a Putin como cabeza pensante, ¿por qué ha provocado tanta preocupación en la inteligencia estadounidense? Muy sencillo: llevaban un mes esperando algo así como paso previo a una invasión de Ucrania.

Soldados rusos practicando el tiro en la región rusa de Rostov este pasado jueves.

Soldados rusos practicando el tiro en la región rusa de Rostov este pasado jueves. Reuters

Ya a principios de diciembre, expertos del Pentágono avisaron de que Rusia estaba planeando un ataque de este tipo para allanar el camino de sus tropas o, simplemente, para ir intimidando a la población ucraniana y conseguir los cambios que exige sin necesidad de disparar una bala. ¿Es lo sucedido el viernes un previo a la invasión o es solamente la enésima demostración de fuerza? Probablemente, lo sepamos la semana que viene.

Un calco de la invasión de Crimea

La invasión de Ucrania es algo que se lleva dando por hecho demasiado tiempo sin que nadie parezca poder hacer algo para evitarla. En la frontera este del país, entre cien mil y ciento cincuenta mil tropas rusas esperan para entrar en combate desde hace varias semanas.

Mientras, las fuentes oficiales siguen repitiendo una y otra vez que no hay ninguna intención de invadir el país vecino, algo habitual antes de cada acción militar rusa. Al parecer, la movilización responde exclusivamente a las amenazas que estarían sufriendo las comunidades separatistas pro-rusas. Una misión de vigilancia y no de agresión. De momento.

Ahí, en realidad, es por donde se espera que empiece todo, como sucedió en Crimea en 2014. Es lo que, en jerga diplomática, se conoce como “guerra de falsa bandera”. Se introduce por la frontera a una serie de grupos encargados de sembrar la discordia y de atacar a tus propios aliados. Esos actos se exageran y se denuncian con vehemencia. Cuando el gobierno vecino intenta relativizar la situación, se le acusa de cómplice y se le exige una acción inmediata. Al no llegar, pues en realidad no hay nada que se pueda hacer, mandas a tu ejército para “proteger” a tu gente y, ya que está ahí, si puede, se queda.

Desde noviembre, como mínimo, se ha venido señalando la segunda semana de enero como la fecha más probable para un ataque. Estamos entrando en la tercera y los ánimos no parecen calmarse. La retórica de Putin en las últimas semanas ha sido especialmente agresiva. Todo son agravios de Occidente, todo son ataques velados.

Básicamente, lo mismo que han repetido sus enviados en las cumbres de Ginebra y Bruselas de esta semana con Estados Unidos y la Unión Europea. Rusia está cargándose de razones para explotar, probablemente porque tenga la explosión programada desde hace tiempo. Aún resuenan las palabras del viceministro de Asuntos Exteriores, Sergei Riabkov, amenazando la paz de toda Europa si no se cumplen sus exigencias.

Ahora bien, ¿qué exigencias son esas y qué supondría cumplirlas? ¿Pueden Joe Biden y Bruselas apaciguar de alguna manera a Putin y evitar una guerra en el este del continente? Rusia no se cansa de repetir que se siente amenazada. Todo parte de esa sensación subjetiva de amenaza que sirve de excusa para cualquier acción posterior. En las reuniones de esta semana, Rusia volvió a sus peticiones de siempre, solo que con tono de ultimátum: que Ucrania no entre jamás en la OTAN y que tampoco lo hagan países cercanos geográficamente como Suecia o Finlandia. En la narrativa rusa, la OTAN no solo quiere acabar con ellos, sino que los ucranianos “buscan venganza” y estarían pensando en aliarse con los Estados Unidos para conseguirla. La realidad demuestra otra cosa muy distinta.

Apaciguamiento

Parte de la negativa de Estados Unidos o de la Unión Europea a cumplir exigencia alguna tiene que ver con la falta de credibilidad de los diplomáticos rusos. El relato es tan increíble que no admite discusión racional. No ha habido hostilidad alguna en los últimos años hacia Rusia por parte de las potencias occidentales.

El responsable de Exteriores de la UE, Josep Borrell, en Ucrania a principios de enero.

El responsable de Exteriores de la UE, Josep Borrell, en Ucrania a principios de enero. Reuters

Antes al contrario, occidente lleva años mirando a otro lado cada vez que Putin persigue hasta la muerte a sus opositores o se anexiona territorios ajenos. Las sanciones a la invasión de Crimea fueron ridículas. De hecho, hasta la pasada elección de Joe Biden, de la que no hace ni un año, la OTAN prácticamente había dejado de existir ante el unilateralismo de Donald Trump, cuyas relaciones con Putin sabemos que eran excelentes.

Puede que, después de todo, la cuestión se reduzca a esto: sabemos que ni Rusia ni China se fían ahora mismo de Estados Unidos. ¿Por qué no se fían? Porque no hay un liderazgo fuerte ni estable. Donald Trump podía ser un aliado los días pares y un enemigo los impares. Su manera de entender la democracia era confusa y descolocó en numerosas ocasiones a las demás superpotencias. El intento de golpe de estado del 6 de enero de 2021 ofreció al mundo una señal de debilidad que no fue recibida con entusiasmo sino con precaución: todo el mundo le tiene miedo a un misil que ha perdido el rumbo. Joe Biden tiene que gestionar desde la división interna y eso no suele acabar bien. Si Estados Unidos no vive su mayor crisis desde la II Guerra Mundial, desde luego, lo parece.

El presidente de EEUU, Joe Biden.

El presidente de EEUU, Joe Biden. Reuters

A esto hay que sumarle las ansias expansionistas que siempre han formado parte de la manera rusa de concebir su entorno y un auge evidente del nacionalismo. Putin sabe que Ucrania no va a ser un problema de seguridad. Primero, porque a estas alturas debería intuir que, aunque Joe Biden jamás va a comprometerse públicamente a no aceptar a Ucrania en la Alianza Atlántica, lo cierto es que su inclusión ha sido rechazada varias veces y siempre por el mismo motivo: nadie quiere molestar a Rusia.

En segundo lugar, incluso en el improbable caso de que Ucrania volviera a solicitar su inclusión y la OTAN la aceptara, el país presidido por Volodomir Zelenski estaría en la misma situación de Estonia, Letonia o Lituania, las tres repúblicas bálticas que pertenecen a la OTAN sin que supongan ninguna amenaza.

Nadie quiere una guerra en Europa. Ante un enfrentamiento entre Ucrania y Rusia, e independientemente de si Ucrania es miembro o no de la Alianza Atlántica, nadie va a poner en riesgo su seguridad por ayudar a un vecino tan lejano. Eso, Rusia lo sabe. Si hace como que no, es porque tiene otros intereses que van más allá de los geopolíticos y desde luego no tienen nada que ver con la seguridad. Y ahí, Estados Unidos tiene muy poco que hacer. Como mucho, y tampoco está nada claro, la Unión Europea.

El chantaje del gas

Gazprom, la empresa estatal rusa, lleva desde 2018 construyendo un gasoducto por debajo del Mar Báltico para llevar gas natural de Rusia a Alemania y solucionar -o al menos paliar- el problema energético que sufre Europa en la actualidad. Aunque el gasoducto -el Nord Stream 2, puesto que ya hay un Nord Stream original- está finalizado desde este verano, aún no tiene capacidad operativa y, sobre todo, no tiene los permisos necesarios ni de la Unión Europea ni de la judicatura alemana, que siguen negándose a autorizar el proyecto.

El ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov.

El ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov. Reuters

El gasoducto pasa por debajo de Ucrania, que no recibe un duro de todo esto. Desde el principio, el primer ministro Volodimir Zelenski, ha apelado a la solidaridad europea y ha pedido que no se autorice el uso de dicho gasoducto, pues supone un arma geopolítica tremenda para el gobierno autocrático de Putin. El problema es que hace frío.

Y que calentarse cada vez es más caro, como hemos descubierto incluso en España, donde, en principio, no tenemos tanta dependencia del gas ruso como en el resto del continente -más del 50% del gas que se consume en Europa está gestionado por Gazprom- pero ya hemos notado cómo, ante la falta de oferta, la competencia se pone las pilas.

Putin sabe todo esto, también. Putin, desde luego, no es tonto. Si invade Ucrania, el siguiente movimiento es diplomático: la Unión Europea impone sanciones “sin precedentes” a Rusia. Muy bien, a continuación, Europa se muere de frío. ¿Hay alguna posibilidad de que todos salgamos ganando de esta?, preguntan los diplomáticos rusos. Sí, claro, mirar a otro lado.

No es probable que Putin quiera invadir Ucrania en los términos militares que tenemos en mente. Puede que su ejército se decida a anexionarse territorios del este poblados por comunidades pro-rusas, como hizo con Crimea, pero serían excepciones muy contadas.

Lo que quiere Putin es un gobierno títere en Ucrania. Un gobierno que le permita pasar el gas sin pedir explicaciones, que no coquetee con otros, que se mantenga fiel a su amo y que, a su vez, pueda suponer, como ya supone Bielorrusia, una amenaza migratoria a la Unión Europea. En resumidas cuentas, quiere a un Viktor Yanukovich, solo que, irónicamente, Yanukovich tuvo que salir volando a Rusia después de la invasión de Crimea, ante su incapacidad para hacer nada en defensa de la integridad territorial de Ucrania y el acoso de sus propios ciudadanos.

La superioridad militar de Rusia sobre Ucrania es tal que la operación, de llevarse a cabo, duraría más bien poco. Luchar sería suicida. Nadie va a enviar tropas a Donetsk para intentar parar a Putin. Todo queda, pues, en manos del dictador. Si le compensa empezar la invasión, lo hará. Si le compensa seguir amenazando y confiar en pequeñas victorias diplomáticas, seguirá ese camino.

Lo que está claro es que, aquí, Occidente no pinta nada. Y no debería ceder ante exigencias que pueden no valer nada en tres años. La situación no pinta bien porque todos tenemos miedo y la alternativa al miedo es la acción, es decir, justamente aquello que tememos. Y así, dialéctica del amo y el esclavo, es cómo Putin está intentando que Rusia vuelva a ser lo que un día fue su añorada Unión Soviética. Un escenario, desde luego, nada tranquilizante.