El lunes se deslizó furioso hacia su propia furia. La noche había sido larga y electoral. Parece que la bestia quedó desorientada en la prisión de lo posible. Incluso así, sigue siendo bestia, eso me digo, eso murmuro, mientras miro a los que transitan por calles, avenidas. Y lo digo pequeño, bajito, porque su aliento es el nuestro. Ese lunes fue un lunes ensimismado, absurdo, donde el periodismo mostró –una vez más- su peor cara, un rostro que pone demasiado empeño en asediar a la profesión. Tras observar su furia furiosa, supe que no tenía nada que hacer, sólo asentir en la perplejidad para que todo terminara de la manera más rápida posible. Cerrar los ojos y ser devorada por el abismo.

Ese mismo lunes, furioso por su propia furia, indómito ante el lenguaje de la prudencia, me llevó a cenar frente al mar. Es lo que tiene el estar vivo, que nunca sabes dónde ni cómo acabarás los días –con sus noches- de la vida. Observaba pasar a turistas horteras, mal vestidos. Con barrigas que saludan bajo un polo estrecho –qué necesidad-. Gritones de iPhone, Hawkers y selfis. Los observaba y pensaba en la elegancia de Tony Bennet [when the world is cold/I will feel a glow/Just thinking of you/And the way you look tonight]. ¿Adónde se habrá ido a vivir la elegancia? ¿En qué urbanización habita?

Observaba el relieve de luces de la ciudad que habito. Los gritos de las gaviotas que anhelan el sueño, el terral capaz de mover centros de gravedad, los barcos que entraban en puerto. Patinetes y helados. Yogures –qué necesidad-. Observaba personas con rostros anaranjados, bocas de pez, ojos que son pantallas. Personas deformadas por sus propias muecas como en el vídeo de la canción Black hole sun, de los Soundgarden. Personas que son todas iguales. La misma persona. Tras la cena, regresamos dando un paseo. Me gusta caminar porque el tiempo adquiere otra textura, otra cadencia. El caminar convierte el paisaje cotidiano en algo amable, en un estado de felicidad tras el que no se agazapa sospecha alguna. Caminar nos hace libres.

Nunca me ha interesado el turismo. Y eso que vivo en una ciudad que ha hecho de este modelo económico y social su seña de identidad. No me interesa porque no lo comprendo, al menos tal como está diseñado ahora mismo. En mi infancia, viajé mucho con mis padres y hermanos. España entera en un Talbot 150. Pero no hacíamos turismo. No teníamos el afán de ocupar ni de poseer. Viajábamos para habitar y conocer los lugares que visitábamos. El viajar te permite descubrir el lenguaje del lugar al que llegas para quedarte durante un tiempo.

Ya quedan pocos viajeros. Al igual que quedan muy pocos lugares con un lenguaje propio. En ese afán por poseerlo todo, por consumir todo, el espacio público ha sido uno de los principales damnificados. El lunes pasado falleció el sociólogo Marc Augé, uno de los tipos que he leído con mayor gozo, que mejor compañía me ha concedido. La noticia de su muerte me entristeció. Mi hija se sorprendió ante mi pesadumbre. «Pero si no lo conocías». La miré y le respondí que «había sido uno de los hombres que mejor me permitió conocerme y conocer lo que nos sucedía».

Eso, justamente eso, es el acompañar en la experiencia de la vida. Me tendió la mano a través de su pensar, un pensar audaz y certero, con el que nos ayudó en la compleja tarea de abordar nuestro presente desde la transformación de las nuevas edificaciones diseñadas por la cultura del consumo. Todos esos no lugares donde el ser humano puede estar, pero jamás puede ser. Lugares de tránsito, donde nuestra identidad y subjetividad se diluyen con la de otros, entre el andamiaje de un no lugar que menoscaba nuestra humanidad.

Me miró con dudas, con ganas de continuar la conversación, pero con la sabiduría del que sabe que el verano infantil está en otros lugares. Mientras ella se tiraba en el sofá, yo cogí mi teléfono móvil para enviarle un WhatsApp al artista José Luis Puche -siquiera le pregunté en qué parte del planeta se encontraba- para comentarle que el sociólogo francés había fallecido. Augé fue ese hilo rojo a partir del cual este creador malagueño, que triunfa internacionalmente, elaboró una de las intervenciones artísticas más bellas que he visto. Durante un año, por las escaleras del Centre Pompidou Málaga asomó el padre de este artista por entre las láminas de una persiana veneciana. Puche quiso desafiar desde el arte –no es eso la práctica artística- esta teoría concediendo humanidad a una escalera, un no lugar, un espacio por donde transitamos, pero no podemos ser. Salvo el propio arte que estuvo y fue.