Abril nos ha pillado con el traje de marzo por quitar. La primavera llega con su mejor versión, elevando la reserva de agua de los embalses, especialmente, en aquellos territorios donde es más necesaria. Abril nos ha traído la lluvia a una mirada gastada de tanto observar el cielo para pensarlo distinto y pensarnos en otros lugares bajo otros celestes. Un cielo que creíamos indolente ante una plegaria hecha de mil cuerpos y de mil intenciones. Un cielo que, como toda piel, tiene memoria. Que se exhibe agotado por ser testigo de un crecimiento desaforado, íntimamente ligado al despilfarro de lo que, desde hace mucho, tiene fecha de caducidad.

En nuestro país, hemos ido heredando cuestiones, manejando inercias, que no hemos sabido reciclar ni pensar bien. El asunto del agua es un buen ejemplo de esto que escribo. Dicho así, el asunto del agua, parece algo menor. Liviano, ¿verdad? Distinto es cuando se habla de pantanos, de dictadores y privilegios territoriales. El asunto ya no parece tan menor. Al menos no debería parecerlo. Entre esos vértices puede haber esplendor y florecimiento, pero también condena y sequía estructural. El lenguaje construye realidades y siempre termina por fecundarlas.

Algunas de esas cuestiones heredadas se han pensado, pero se han pensado tan profundamente mal que una hubiera preferido no sacarlas ni a pasear. Hay corrientes que es mejor dejar que se consuman por sí mismas, en los márgenes de una habitación, entre esquinas y bordes. Esas mismas esquinas y bordes donde, también por inercia y con tanto empeño, hemos ido acumulando todo aquello que sonaba a conflicto o problema, sin saber que el conflicto y el problema no comparten naturaleza ni destino. Que uno está cosido a la luz de la esperanza y el otro busca hacer del mundo un lugar sombrío y de dimensiones reducidas.

Una de esas inercias pendientes de evaluación entre nosotros, entre la pluralidad que define a todo estado democrático, es la memoria. La memoria como fin, la memoria como medio. Su lenguaje, sus volúmenes y formas. Da igual la versión y el formato. Hablar sobre memoria es un problema. Escribir sobre memoria es un problema. Distinto sería afirmar que escribir sobre memoria es un conflicto, que hablar sobre memoria es un conflicto. Estas afirmaciones llevan implícitas la posibilidad de diálogo, una mano que se tiende al otro para conquistar otros horizontes.

Sin memoria no somos. Sin memoria la actividad de lo humano se desvanece. Se rompe el pacto con nosotros mismos, aquello que nos ha traído hasta aquí. El vínculo, la idea. Hasta un abrazo es memoria. Aroa Moreno Durán escribe, en ‘Almudena. Una biografía’ (Lumen, 2024), en relación con una de las obsesiones narrativas y vitales de Almudena Grandes: «La fuerza de la memoria es el origen de toda ficción. La memoria es el filtro de toda la experiencia humana, individual y colectiva. Distorsiona la realidad pasada hasta el punto de que, a veces, llegamos a tener memoria de lo que nunca nos llegó a suceder». Para la autora de ‘Los aires difíciles’, como para su generación, la memoria fue ese aliento desde el que aprender a caminar por los senderos de la vida, esa tensión necesaria para comprender y celebrar distintos modos de estar en ella a pesar de la complejidad e insatisfacciones que esas maneras implicaran o acarrearan. Se puede elegir vivir a medias, no vivir o vivir con memoria. Almudena Grandes tuvo muy claro cuál era el color de su camiseta. Por ello, una no sabe, en su caso, qué fue primero si literatura o memoria y, quizá, lo más importante, es que eso dé igual porque en ella, en su figura y obra, confluyeron con igual entusiasmo.