Hay tantas revoluciones sucediéndose al mismo tiempo, todas señalando hacia intereses con pieles tan distintas, que una ya no distingue el sentido propio de lo que toda revolución ha de tener y lograr. Toda revolución ha de lograr una nueva lectura del mundo y ha de tener el firme compromiso de dirigirse a lo común desde un complejo proceso de reescritura de lo colectivo. A la luz de lo escrito, y desde la irrupción de la pandemia, allá por el lejano y violento año 2020, podríamos escribir que este acontecimiento histórico configuró una escenografía planetaria que nos obligó - y obliga- a una nueva relación con las diversas categorías de lo humano, prestando especial atención y temor a todas aquellas economías que han surgido bajo el amparo del denominado capitalismo emocional y que están fuertemente vinculadas al plano de lo cotidiano y lo íntimo en el nosotros cuando ese nosotros se reduce a uno mismo como elemento de consumo y de producción, es decir, cuando prosumimos.

Esas relaciones apresuradas que hemos tenido que establecer con el entorno viajan desde las nuevas lógicas de aprendizaje en los centros educativos hasta modos de acceso a la atención primaria en la sanidad, sin dejar atrás algunos de nuestros mejores hits contemporáneos como son las aplicaciones de citas, el desmesurado crecimiento de apartamentos turísticos y la exhibición de nuestras vidas en redes sociales, sobre todo, en aquellas que tienen a la imagen por centro de creación. Y todo esto a una velocidad que únicamente ha logrado achicharrarnos el tálamo en tiempo y forma. Este gazpacho, con su poquito de vinagre, ha modificado los grandes relatos ideológicos heredados del siglo veinte, un siglo con un fondo de armario más esquemático, donde los fundamentalismos, por ejemplo, eran fáciles de detectar en tiempo y forma.

No tenemos tiempo de atender la complejidad del mundo y esto nos provoca un malestar notorio, cada día más palpable en lo cotidiano. Las ansiedades, las carencias afectivas, las grietas en la salud mental. Siquiera tenemos que acudir a la cascada de noticias que escuchamos en la radio o leemos en los digitales. Hablo de la complejidad que alberga la rutina. No tenemos tiempo de atender el mundo, ya sea el nuestro, el que sucede al otro lado de las pantallas o el que espera más allá del cristal de las ventanas. No tenemos tiempo y estamos exhaustos por no tener tiempo, por la carga mental, por no tener opción. Por estar todo el día corriendo sin saber por qué narices estamos corriendo. Hace mucho que el destino desapareció de la cartografía actual.

El pensador José Antonio Marina siempre dice que «La queja no soluciona nada. Que debemos guardar el pesimismo para tiempos mejores». Esta frase, por ejemplo, alberga una revolución. En nuestras manos, además, en unas manos entrelazadas, está atenderla y escuchar con sosiego el designio que ofrece. Instalarnos en la creencia de que no se puede hacer nada, de que ningún cambio está a nuestro alcance, es renunciar a alzar una voz que anhele diálogo y bajar unos brazos que aspiran a regalar otros mundos posibles.

Entonces, «¿Se puede vivir de otra manera? La respuesta es rotunda: sí, por supuesto que sí». Esta frase que está medida entre comillas latinas pertenece al ensayo ‘El arte de vivir más lento’, escrito por José Mendiola y Ana González. Sus autores narran, en las primeras páginas de este título, sus colapsos derivados de una serie de inercias que les estaban haciendo vivir unas vidas que no querían llevar. «Te mereces disfrutar de la vida. Así que, se más amable contigo y con lo que te rodea». Esa amabilidad está altamente vinculada al bienestar propio y al común. La ternura sigue siendo esa otra revolución pendiente, o, al menos, catalizadora de una de ellas. El ser amable obliga a un empleo concreto del lenguaje, a renunciar a un trato muy concreto en el entorno laboral. A ser consciente de la vida propia y ajena.

El gran enfoque de este ensayo es ofrecer un contrapoder a través de otra relación posible con el tiempo. Trabajar menos, pero trabajar mejor. Estar más en la vida de los nuestros y aprender, precisamente, quienes son esos nuestros. La falta de tiempo con otras personas sólo nos lleva a relaciones efímeras que provocan insatisfacción e impiden que se generen vínculos. Y la ausencia de vínculos en la vida nos deriva en situaciones de malestar y problemas de salud mental. Esa necesaria y urgente nueva relación que debemos establecer con el tiempo solicita un estilo de vida contrario al que impera y hacia el que nos arrastran. Pero, sobre todo, esa nueva relación con el tiempo que se puede lograr con cambios y tareas cotidianas – reducir el consumo, trabajar de otro modo, huir de la acumulación- nos permitirá pasar tiempo con alguien que estaba abandonado sobre los pies del sofá. Uno mismo. Ante la pregunta, ¿recuerdas quién eres? El tiempo, y su hostil celeridad, seguro que condiciona la respuesta.