Llevo un tiempo observando los argumentos y el contexto de quienes niegan el cambio climático. No deja de sorprenderme que la mayoría son personas formadas, con quienes además, comparto criterios y valores en otras temáticas. Como antropóloga aficionada, los he clasificado en dos grupos: el de quienes viven la vejez o alguna situación difícil de manera problemática, y enfrentan la incertidumbre desde narraciones que reducen la complejidad a costa de lo absurdo; y el de quienes se sienten atravesados por la culpa.

Me interesa comprender el segundo grupo, porque en este caso es posible llevar el debate al ámbito de los argumentos y por tanto, hacer una revisión sobre el modo en que se está produciendo la comunicación sobre los retos que el cambio climático supone.

Me he dado cuenta de que en muchas ocasiones, amigos, clientes o familiares que niegan el cambio climático, lo que en realidad están negando es su responsabilidad en las consecuencias de la revolución industrial. Y es que hace 200 años, cuando se inició la transformación hacia un modelo económico basado en las energías fósiles, nadie pensaba en consecuencias ambientales, sino en las mejoras que el avance técnico aportaría a la sociedad, la economía y la cultura. Y desde luego, no podemos negar que así fue.

Muchas personas consideran que han cumplido con el pacto social que se les hizo firmar. Así, trabajar, producir, pagar impuestos, tener hijos, consumir bienes y servicios, y ser buenos ciudadanos, debería tener como contrapartida una base equilibrada de bienestar y un reconocimiento social. Sin embargo, el mensaje de emergencia climática y las exigencias de un cambio en los hábitos y los valores, es percibido como una crítica a su modo de vida. “Ahora resulta que yo tengo la culpa del cambio climático por usar mi coche o poner el aire acondicionado!”
Ante la agresión, la primera reacción es protegerse escondiendo las partes más sensibles de nuestro cuerpo o nuestra mente. Cuando la crítica busca culpables, la reacción inmediata es la protección de nuestros valores y certezas mediante la búsqueda de argumentos que nieguen la base de dicha crítica. De esta manera se ha cocinado el plato de la negación, por autoprotección.

Podríamos acordar que el informe “Los límites del crecimiento” encargado al MIT por el Club de Roma en 1972, fue el momento en el que la conciencia ambiental pasó de la trastienda científica al escenario social. Han pasado sólo 52 años para una transformación cultural que exige revisar los valores sociales, económicos, científicos y tecnológicos de toda una civilización. Un reto de estado que asume la gente de la calle. Pensemos que 52 años antes de aquel informe, las decisiones de este tipo las tomaba el Rey, el presidente o el Primer Ministro, ya que gran parte de la población no sabía leer ni escribir.

Frente a una negación del cambio climático vinculada a la culpa, propia de personas de cierta edad, nos encontramos la inacción que produce la ecoansiedad en los más jóvenes. La irrelevancia de las acciones individuales, la insuficiente apuesta política y social por actuar a nivel planetario de manera decidida, y la dificultad para consolidar un proyecto vital a largo plazo -en el que el acceso a la vivienda juega un papel fundamental-, hacen que muchos jóvenes prefieran ignorar un problema en el que no tienen capacidad para incidir de manera efectiva.

Es necesario comprender y aceptar que el modo de vida actual y el largo plazo son dos magnitudes que se excluyen, pues el sistema entero está enraizado en una productividad no reproductiva.

Si éstas son las condiciones de contorno, la respuesta es una elección individual. Podemos confrontar la culpa negando la evidencia, podemos mirar a otra parte y gritar “carpe diem”, o podemos elegir descubrir, cartografiar y conquistar el futuro. Durante muchos siglos, los marineros que se adentraban en el océano Atlántico, tenían miedo de no poder volver a casa cuando los vientos del sur los arrastraban a alta mar. Los navegantes portugueses de mediados del siglo XV, creyendo en la verdad de la técnica y los instrumentos de navegación, descubrieron el patrón de interacción entre los vientos alisios, lo que les permitía aprovechar el viento sur para salir a navegar, y el norte para volver a casa. A este equilibrio de vientos lo denominaron la “volta do mar”. Fue el conocimiento de esta fuerza de la naturaleza y el deseo de ir más allá (nunca valoraremos lo suficiente el significado existencial del “plus ultra” del Imperio Español en la historia de la modernidad), lo que permitió a Colon llegar a San Salvador el 12 de octubre de 1492.

Hace un par de semanas alguien me dijo que era un “palabrer”, es decir una persona que inventa palabras para nuevos conceptos que aún no han sido nombrados. Voy a emularlo y a proponer un nombre para quienes apuestan por mediar entre sus ancestros y sus descendientes, inventando nuevos procedimientos donde sea posible obtener ganancias, permitiendo que en el futuro también pueda haber humanos ganadores. Estas personas confían en la existencia de un futuro que descubrir, y apuestan por participar en esa conquista.

Llamo a quienes participan de esta hazaña, geavoltasurferos, de -gea (porque tienen la capacidad de pensar en términos y tiempos planetarios), -volta (porque se abandonan a la paradoja humana que nos convierte en la especie con mayor riesgo de extinción por su propia acción, como los marinos del siglo XV se abandonaron a la “volta do mar” para ir más allá), y -surferos/as (porque son individuos de altas capacidades en la conciencia de la coexistencia, pero con una permanente sensación de soledad).

Hay geavoltasurferos en los consejos de administración de todo tipo de empresas de la economía fósil, en puestos de gestión política, en startups tecnológicas y en consultoras profesionales. Los hay trabajando en una administración pública o fundando empresas, enseñando, estudiando o empujando para que el timón gire solo un poco y se produzca un cambio de rumbo allí donde están. Es fácil identificarlos porque no los encontrarán en la confrontación ni en la desesperanza, sino en la construcción silenciosa y convencida.

Debemos observar e identificar a los geavoltasurferos para nombrarlos e impulsarlos, pues tienen dificultad para reconocerse a sí mismos, y están expuestos al riesgo de sucumbir a quienes critican sus retos pretenciosos. Sin embargo, esos retos pretenciosos son la única opción para dar continuidad a la vida humana, más allá de nuestra limitada ventana temporal.