Voy a lanzar una hipótesis: la inversión europea para la financiación de las operaciones de mejora y regeneración urbana ha generado procesos de gentrificación y expulsión de la población local en las ciudades. Los fondos Next Generation empeoran la vida de los habitantes de las ciudades, y generan plusvalías que agravan el problema de la vivienda en España. 

Voy a desarrollar esta idea con el objetivo de vislumbrar aspectos de la gestión urbana que pasan desapercibidos si no se iluminan con la luz de la provocación. Este tipo de fondos públicos se han venido aplicando, sobre todo, a las áreas centrales, aquellas que tienen mayor demanda por su privilegiada localización, acceso a dotaciones, parques, plazas, comercio y transporte público de calidad.

Con esta inversión pública que pagamos todos, se eleva el precio de la vivienda, cuyo aumento de plusvalía no repercute en quien la ha generado, que es la sociedad a través de la recaudación de impuestos, sino en los propietarios de los inmuebles que, con una exclusiva inversión en rehabilitación de los edificios, se benefician también de la mejora urbana. 

Podríamos argumentar que se invierte en las áreas centrales porque son las que más economía asociada generan (turismo y ocio principalmente), pero ¿se ha invertido en ellas porque son las que más economía generan, o generan más economía porque es en las que más se ha invertido?

Recordemos cómo eran los centros de las ciudades en los años 80, abandonados y habitados por personas mayores, sin recursos, o por drogadictos que ocupaban las calles en cuanto cerraban las tiendas y las oficinas, que eran los únicos usos que aún permanecían en el mejor de los casos. 

Hemos vivido una segunda mitad de siglo XX dopada por un aumento demográfico que ha soportado el crecimiento económico y de las ciudades. Con la democracia llegó una inversión pública basada en las ayudas a la integración europea que se han destinado a mejorar las áreas centrales. Esta inversión ha mejorado la calidad urbana para toda la ciudadanía.

Ahora el contexto es distinto. Los barrios de los años 60, 70 y 80 empiezan a necesitar mejoras que van más allá de la rehabilitación de los edificios y que implican adaptaciones de usos, mejoras ambientales, recualificación de las dotaciones y espacios públicos de calidad. La inversión en obras de reurbanización que incorporen infraestructuras para el aprovechamiento eficiente del agua, la construcción de refugios climáticos con soluciones basadas en la naturaleza, son ejemplos de la inversión que hay que acometer en los barrios. ¿Quién va a pagar eso? 

Las plusvalías generadas por las inversiones públicas realizadas en los centros históricos y arrabales han beneficiado casi exclusivamente en los propietarios en tanto que propietarios de un bien, que en la mayoría de los casos es explotado económicamente en régimen de alquiler de locales, viviendas o viviendas de uso turístico. Pocos son los propietarios que además son habitantes.

Sin embargo, la mayor parte de la población vive en barrios que empiezan a experimentar graves problemas de obsolescencia. La localización de muchos de ellos es privilegiada a pesar de su degradación, pues están relativamente cerca de dotaciones, transporte público de calidad y acceso a las áreas terciarias y de ocio.

Eso hace que, en estado de degradación, haya sido fácil comprar a bajo precio para acometer la rehabilitación o la obra nueva, esperando que la administración invierta en la regeneración urbana del entorno. Sobra decir que el IBI no es un impuesto capaz de acometer la regeneración, sino tan solo el mantenimiento de lo existente. 

La inversión pública oculta la realidad del deber de mantener no solo la edificación, sino la ciudad y sus dotaciones. El problema no es la ocultación, sino que descubriremos que tenemos responsabilidad en la financiación de la recualificación urbana cuando ya hayamos gastado todos los fondos públicos en la generación de plusvalías solo para algunos. Pero sobre todo, el problema oculta el hecho de que la mayor parte de la ciudad se generó en un periodo de 40 años, y cuando empiece a necesitar regenerarse lo hará toda a la vez, y en breve.

Si te compras un coche nuevo sabes que durante un tiempo vas a estar pagando un préstamo, pero no vas a tener apenas costes de mantenimiento. El problema llega cuando pasan unos años y el coche cada vez tiene más averías y te suben el seguro y hasta el IVM si contamina demasiado.

Tienes dos opciones: invertir en los arreglos o venderlo, y comprarte otro nuevo más caro, o quedarte sin coche y moverte en transporte público. La elección es tuya y la responsabilidad también. El problema es que se están financiando los arreglos de coches viejos solo para algunos, y éstos además, los están vendiendo o alquilando. 

Imaginemos que la Administración en lugar de invertir arbitrariamente en una recualificación urbana y no en otra, destinase los impuestos a ayudar a todos los propietarios a conseguir financiación sin intereses y con un plazo acorde a cada situación particular, y redujese los impuestos derivados de la inversión en regeneración urbana.

Las plusvalías generadas serían iguales para todos los propietarios, contribuyendo a una distribución equitativa de los beneficios de la inversión pública. Esto, por supuesto, al margen de que los barrios vulnerables, así como las familias en riesgo de exclusión social siempre tendrían un régimen distinto.

La clave de todo esto está en pensar que los impuestos no son infinitos y que se pueden emplear: 1) en regenerar áreas urbanas que aumentan las plusvalías de los propietarios beneficiados por las actuaciones; 2) en facilitar el acceso a la financiación para que la acometan ellos; 3) en mejorar el transporte público de calidad para los que tengan que desplazarse al área metropolitana. La cosa cambia si inviertes en la primera opción, o en las otras dos de forma integrada. 

Si el dinero público fuese infinito y no estuviese sujeto a políticas de restricción tributaria o a abordar nuevos retos contemporáneos como la inversión en innovación tecnológica, en la adaptación al cambio climático y la descarbonización, o la modernización agropecuaria entre otras cuestiones propias de nuestro tiempo, podríamos pensar que esa inversión pública que comenzó en las áreas centrales y su periferia inmediata podría continuar por los barrios medios.

Los fondos europeos no son eternos y las demás zonas urbanas tendrán que acometer la renovación con otros mecanismos, o no acometerla, bajo riesgo de alterar el equilibrio urbano característico de nuestra cultura mediterránea, socialmente integrada.

Aunque nos cueste aceptarlo, el derecho de propiedad no es civilista, como cuando llegó Napoleón y lo instauró en el territorio patrio, sino estatutario, es decir, con derechos y deberes. Necesitamos emplear los recursos públicos en retos que antes no existían. El derecho de propiedad tiene el deber de mantener, no solo la edificación, sino la ciudad. Lo dice nuestro ordenamiento jurídico.

Se llama Real Decreto Legislativo 7/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Suelo y Rehabilitación Urbana, y es la norma que nos habla del cambio de modelo urbano al que asistimos. El paradigma de nuestras ciudades no es el de los nuevos crecimientos, aunque los siga habiendo de forma ocasional, sino el de la regeneración de la ciudad construida. 

Aterrizo. No propongo que después de las millonarias inversiones en áreas centrales, que fueron necesarias para recuperar el patrimonio histórico y promover la regeneración urbana, las actuaciones en los barrios las acometan sus propietarios-ciudadanos.

Lo que pongo sobre la mesa es la realidad incómoda del desafío de la regeneración de los crecimientos urbanos que comenzaron en la segunda mitad del siglo pasado. Incluirla en el índice de los temas a debatir permitirá crear una cultura de la regeneración urbana y también una visión crítica de la ciudadanía sobre las actuaciones públicas que se acometen.