El aula cada vez se alimenta más de un alumnado diverso en cuanto a sus orígenes, además de los de la capital, crecen por año los provenientes de otros municipios, de otras provincias, de otros países, o incluso de otros continentes. Es un síntoma más de la madurez alcanzada a sus 50 años por nuestra Universidad.

Mi amigo Ignacio responsabiliza al buenismo ecologista del gobierno de una de las peores lacras de nuestros parajes naturales, los incendios. Su propuesta se centra en la necesidad de fijar a la juventud en los pueblos de interior, reduciendo o eliminando aquellas prohibiciones que se justifican en la alteración de los ecosistemas. Sin estar carente de razón en algunos de sus argumentos, la raíz del problema tiene su origen en una primera derivada. Cabe preguntarse si es lógico y eficiente que la provincia de Málaga tenga 103 entidades municipales, de las que 83 tienen menos de diez mil habitantes, y de ellos 30 menos de mil y 20 menos de quinientos, todos con una población que envejece y mengua de forma acelerada. Cabe preguntarse también, si es posible una estrategia socioeconómica para hacer sostenibles a estos pueblos, capaz de cubrir con garantía las dosis básicas del estado del bienestar. El problema viene de lejos. El éxodo prolongado hacia el litoral desde finales de la década de los sesenta llevó a proponer a finales del pasado siglo la implantación del modelo francés o británico de establecer un número mínimo de habitantes para el reconocimiento de una administración local, obligando a la integración mancomunada. El rechazo fue tan frontal que con la fuerza del péndulo se pasó a aceptar referendos de segregación, justificados en el aislamiento y desatención, que llevaron al reconocimiento de varias nuevas localidades en nuestro mapa provincial.

Desde hace algunos años, la primera pregunta que lanzo a mi alumnado es quienes de los que proceden de pueblos de interior quieren permanecer en ellos después de acabar su formación universitaria. El insignificante número ha ido reduciéndose cada vez más, hasta alcanzar el cero, es decir ninguno quiere quedarse después en su pueblo. La rebeldía de los renunciantes rurales se basa en la falta de unas oportunidades que realmente les equiparen a las que pudieran encontrar en la metrópolis. La paradoja, aunque de forma poco significativa, es que cada vez son más aquellos de la capital que les gustaría asentarse en un pueblo de interior. Estos potenciales renunciantes urbanitas desean, a la vez que teletrabajar, disfrutar de la calidad ambiental de valles y serranías. Pero la realidad les supera, al ver que no encuentran el lugar donde se cumplan las exigencias de su carta de demandas, en la que solicitan buenas comunicaciones de transporte, proximidad de centros de salud, colegios, etc.

La propuesta de Liam Young de la Ciudad Única planetaria es obvio que se trata de una utopía, pero parece que es la tendencia a la que se dirige la sociedad, y nuestra costa es un buen ejemplo de la concentración litoral en una extensa conurbación, dejando inhabitado por humanos el interior. Posiblemente, como en otros casos, ahí esté la oportunidad para una juventud cada vez mejor formada, la gestión desde la distancia de una Naturaleza que necesita cada vez de más refinados cuidados.