Un vistazo al mapa bastaría a cualquier extraño para hacerse cargo de la importancia que a lo largo de la historia forzosamente habrá tenido nuestra relación con el vecino del norte. Francia es paso obligado para nuestra comunicación y vinculación con Europa. Hay Pirineos, sí –harto se ha ironizado sobre su presencia y papel–. Hay también, claro, comunicación por mar con otras tierras.

Pero Francia está ahí, inapelable, sobre nuestras cabezas. La habremos temido, amado, odiado; habremos cultivado la galofilia y la galofobia; tendremos gentilicios despectivos para referirnos a sus habitantes: gabacho, franchute; habremos dado el nombre de afrancesados a los colaboracionistas con Bonaparte… Pero el caso es que ahí están, Francia y sus gentes. Y, en conjunto, les debemos mucho, muchísimo.

Por lo pronto, nuestra lengua a la suya. Desde la Edad Media hasta hoy el francés nos ha suministrado gran cantidad de palabras, a veces obvias (jardín, parterre, bulevar, coqueta…), otras no tanto (los componentes de nuestra palabra ideología son grecolatinos, pero no existiría de no ser por su modelo francés, idéologie).

Los “préstamos” (regalos, en realidad) de la lengua vecina se llaman, como se sabe, galicismos, y su conocimiento histórico –como el de la mayor parte de nuestro léxico– está en mantillas, salvo, gracias a la tesis monumental de Elena Varela Merino, el de los adoptados en los siglos XVI y XVII. Clara Curell Aguilà ha inventariado los del español peninsular contemporáneo.

Hasta el siglo XVIII los préstamos de otras lenguas se acomodaban –en grados diversos– a los patrones fonéticos de la lengua receptora, la española en nuestro caso. Por ejemplo, el francés surprise se adaptó en el XVII como sorpresa (también surpresa y otras variantes antiguas) para designar el ataque militar imprevisto que persigue pillar desprevenido al enemigo.

Por mucho que la exclusión tuviera visos de cordón sanitario, los préstamos crudos (anglicismos, galicismos) habían llegado para quedarse

En el XVIII la cosa cambia. Aprender francés y hablarlo, o al menos conocer palabras de esa lengua, se pone de moda y es signo de distinción. Es entonces cuando, sin que dejen de entrar galicismos adaptados, empiezan a menudear los “crudos”: las palabras francesas incrustadas, tales cuales, en un mensaje en español. Así, aunque se ensayaron un toaleta y un tualeta, finalmente se impuso toilette, por extraño que resultara al no conocedor de la lengua prestadora que oi se pronuncie “ua” y que una t pueda ser doble.

Los préstamos crudos no tuvieron durante mucho tiempo cabida en el diccionario académico. La transparencia de nuestra ortografía, la alta correspondencia entre letras y sonidos que la caracteriza, hacían inviable alojar en sus columnas cuerpos extraños. ¿Cómo aceptar que la primera e de rentrée suene como una a, y (de nuevo) que en boîte –por si algún joven lee esto: una especie de discoteca– suene ua? ¿Y qué demonios es ese capuchón que lleva la i?

Por mucho que la exclusión tuviera visos de cordón sanitario, los préstamos crudos (anglicismos, galicismos, italianismos…) habían llegado para quedarse. Así que la Academia se rindió, pero a medias: para la edición de 2001 del diccionario tomó una decisión muy acertada, la de incluir en él extranjerismos crudos pero poniendo los lemas en cursiva (e invitando así a que hagamos otro tanto al escribirlos). Poniéndolos por escrito en cursiva estamos como cogiéndolos con pinzas.

Créese hoy que sufrimos invasión de anglicismos crudos. Puede, pero no perdamos de vista los muchos galicismos del mismo carácter que están en uso. DLE acoge boutade (estupendo, original vocablo, imprescindible por intraducible), boutique, vedette, affaire, roulotte, baguette, brioche, collage, ballet, voyeur, fondue, maître, mousse, déshabillé… y otros pluriverbales: art déco, art nouveau, au pair, chaise longue, tour de force, ménage à trois… Faltan, y deberían estar, rentrée, parvenu, patois, enfant terrible, petit comité, avant-la-lettre, au-dessus de la mêlée, comme il faut
En fin, vive la France!