Bruselas, octubre de 1927. Quinto congreso Solvay, el enfrentamiento definitivo entre quienes defendían la necesidad de aceptar las nuevas reglas de juego planteadas por la teoría cuántica y quienes insistían en negarlas. En los meses anteriores al encuentro se habían producido, a velocidad de vértigo, las aportaciones de Heisenberg, Bohr, Pauli, Schrödinger y Dirac, las cuales ponían patas arriba la física tal y como la conocíamos.
Lo que Bohr presentó en esa ocasión fue un compendio de todas estas contribuciones, convirtiendo lo que hasta entonces eran resultados aislados en un corpus riguroso que empezó a ser conocido como la interpretación de Copenhague de la teoría cuántica.
En ella se establece que la información última a la que podemos acceder respecto de la evolución de un sistema cuántico es de naturaleza meramente probabilística. Eso implica que, a nivel subatómico, la idea de una realidad objetiva ya no resulta defendible.
Einstein encabezó el equipo de quienes se rebelaron ante este despropósito. El universo ha de tener una forma anterior e independiente a la observación que de él se haga, alegaba, Dios no puede jugar a los dados. A lo que Bohr le respondió que no le dijera a Dios lo que tenía que hacer con sus dados. Las evidencias estaban a la vista, y a la luz de ellas, al parecer, Dios lanzaba su cubilete en cada rincón del universo.
Tan inaceptable le parecía a Einstein esta comprobación que dedicó toda la última parte de su vida a intentar rebatirla. Lo cierto es que murió sin conseguirlo, y a día de hoy la teoría cuántica sigue gozando del privilegio de erigirse como la teoría con más éxito predictivo de toda la historia de la ciencia.
Las creencias van por un camino diferente al de las comprobaciones, y son las que determinan la idea que tenemos del mundo
Las creencias, sin embargo, van por un camino diferente al de las comprobaciones, y son las que determinan la idea que tenemos del mundo. Sobre el final de su vida, y rendido ante su fracaso en el intento de rebatir los postulados de la mecánica cuántica con las herramientas de la física, Einstein continuó convencido de que Dios no podía jugar a los dados.
Para intentar explicar esta obstinada adherencia a una idea indemostrable, confesó: “No tengo una expresión mejor que religiosa para esta confianza en el carácter racional de la realidad y en que sea accesible, al menos hasta cierto punto, al razonamiento humano”.
La historia de occidente es la historia del paulatino alejamiento del reino de las creencias. De la mano del método científico llegamos al convencimiento de que las habíamos dejado atrás gracias a nuestra capacidad de acceder de manera directa a una realidad ordenada y predecible.
La teoría cuántica nos vino a demostrar que, en el ladrillo más pequeño que constituye la materia, la existencia de una realidad objetiva no resulta defendible. Y, sin embargo, y a pesar de las evidencias, seguimos creyendo en ella.
En 1940 Ortega y Gasset presentó una solución para este problema. En un ensayo titulado Ideas y creencias, defiende el postulado de que las ideas se tienen, mientras que en las creencias se está. El ser humano, concluye, “ensaya figuras imaginarias de mundos y de su conducta en ellos. Entre ellas, una le parece idealmente más firme, y a eso le llama verdad. Pero conste: lo verdadero, y aún lo científicamente verdadero, no es sino un caso particular de lo fantástico. Hay fantasías exactas. Más aún: sólo puede ser exacto lo fantástico. No hay modo de entender bien al hombre si no se repara en que la matemática brota de la misma raíz que la poesía, del don imaginativo”.
¿Y usted, todavía cree que no cree?
Javier Argüello (Santiago de Chile, 1972) es ensayista y narrador. Su último libro es El día que inventamos la realidad (Debate, 2025).